Con los años cambia la percepción de muchas palabras sin que necesariamente mude su significado. Cuando yo era pequeño, indignarse era cosa de mayores que se parecían a los señores de negro de Mingote. "¡Esto es indignante" era el equivalente franquistón al "esto es impresentable» sociata. Quien señalaba algo como una indignidad después se marchaba «muy digno», con el gesto altivo. Los indignados actuales distan kilómetros de ser así. La nueva indignación viene en imperativo por el libro de Stéphane Hessel, un señor que era de 1917, de hace mucho, pero que escribió su manifiesto contra el expolio de la dignidad lograda -de lo merecido, de los correspondiente- en 2010. Se podría afinar esa indignación de la que hablaba Hessel en francés, mecánicamente traducida al castellano. Cuando buscas sinónimos a la indignación francesa en seguida sale "rebelarse", mientras que en español acabas llegando a "irritarse", "enfadarse". Cuando los franceses se indignaron hicieron la revolución. Los españoles, no.

Esta indignación contemporánea de la que hablamos no sacó a los españoles de sus casillas, sino de casa, para ir de acampada a la Puerta del Sol y empezar el movimiento del 15 de mayo de 2011 sentándose en el kilómetro cero. La inercia -que es la herencia del movimiento- del 15 M ha querido ser explotada por casi todos y ha dado beneficio a muchos que ni salieron, ni acamparon, ni se sentaron pero bien pudieron indignarse a la cabreadiza manera española. Transcurrido el tiempo y convertida la indignación en bien mostrenco, sin casa ni hogar, ni señor o amo conocido, vacante, sin dueño conocido que por ley pertenece al Estado, no es de nadie y es de cualquiera la candidata socialista a las elecciones europeas, Elena Valenciano, se aprovecha y reclama: "No basta con indignarse; hay que votar, ganar y cambiar". Con lo que indignaron los suyos.