Las empresas de televisión que pagan un montón de pasta por tener en exclusiva los derechos de grandes eventos deportivos están que trinan con Rojadirecta, la web creada hace casi diez años por el gallego Igor Seoane y que hoy es utilizada por millones de internautas para acceder a cientos de retransmisiones en todo el mundo, muchas de ellas sujetas a cuotas de abono o a pago por visión en las plataformas titulares de los derechos.

Las batallas legales emprendidas contra la citada web han tenido resultados decepcionantes, y en las pocas ocasiones en que la justicia norteamericana ha dado la razón a los titulares de los eventos, Rojadirecta ha encontrado la forma de abrir puertas traseras para continuar con una actividad que, según alega en su defensa, es tan solo de enlace con las iniciativas de otros usuarios, siento estos últimos los responsables del pirateo. Un esquema argumental repetido por cientos o miles de webs que permiten al internauta acceder a la descarga gratuita de música, cine, juegos... creaciones del ingenio humano sobre las que se han construido importantes sectores industriales que dan trabajo en todo el mundo a millones de personas, y que constituyen un porcentaje cada vez más alto del PIB de los países desarrollados.

Rojadirecta, de actualidad estos días porque los irritados tenedores de derechos audiovisuales deportivos la han puesto en la diana, es solo un ejemplo, un caso de estudio para un problema más grave que guarda relación con el cambio radical de conceptos económicos. De paradigma, que se dice ahora. Durante milenios, los humanos han sido básicamente propietarios de cosas y han hecho su fortuna con la fabricación y venta de cosas, de una en una o por miles, pero objetos al fin y al cabo. Aunque la habilidad del artesano era un valor codiciado, y el conocimiento de las técnicas se guardaba bajo siete llaves, de lo que se trataba era de vender muchos ejemplares de lo que fuera: cántaros o retablos. Se daba por hecho que una vez pagada la obra, su disfrute era libre para el nuevo dueño y quien el quisiera: el artesano no percibía nada por cada trago que se bebiera del cántaro o cada oración que inspirara el retablo.

El cobro de derechos, sean de autor, de copia y reproducción, de uso comercial, o lo que será, es una modernidad. Pero es lo que se impone, de la mano de una tecnología acelerada. Y de la misma forma que a nadie se le ocurre que el sediento pueda robar cántaros, o el piadoso pueda entrar en el taller del escultor y llevarse las imágenes por las buenas, no de nos debería ocurrir que sea bueno fomentar la creación de atajos que eludan las barreras de pago con que se remunera el disfrute de lo inventado por los creadores con el apoyo de las industrias. Pero que nadie espere una reacción popular en tal sentido.

Las leyes de la economía dicen que el comprador busca siempre el menor precio, y ninguno hay tan barato como el gratis total. Es a los creadores y a la industria a quienes conviene convencer al legislador para que defienda estos nuevos bienes con la misma contundencia con que la ley defiende la propiedad de cántaros y retablos, y la policía persigue a quien los enajena.