Esta columna podría llevar también otro título: el mercado de las vanidades. No de otro modo puede explicarse el fenómeno actual de las subastas con los mismos actores, una jequesa árabe, un oligarca ruso, un magnate francés del lujo, algún nuevo creso de una república ex soviética o de un país emergente, todos ellos pujando por hacerse con la última obra que sale de tres o cuatro nombres, pues son casi siempre también los mismos: Koons, Warhol, Picasso.

Siempre el mismo espectáculo: una sala atestada de gente e hirviendo de expectación, empleados de la casa de subasta pegados al teléfono aguardando quién da más desde París, Nueva York, los Emiratos o Londres, con las televisiones y los medios de comunicación de todo el planeta pendientes de ver qué coleccionistas han acudido en persona o por agente interpuesto y sobre todo -y eso es lo único que parece que importa- si se ha roto una vez más algún record mundial absoluto o de este u otro artista.

Da igual la calidad de la obra. Es tal la desorientación actual que el único criterio es el precio que alcanza en el mercado y que depende totalmente de la marca del artista.

Se trata de poder plantar en el jardín un perrito de Koons, de esos que parecen estar hechos con globos como los que venden en los parques, colocar en el zaguán uno de sus corazones "pop" o colgar de la pared alguna Marilyn o Elizabeth Taylor de colorines de las de Warhol. Cuando uno es ya propietario de uno o dos superyates y no sé cuántas casas en Nueva York, Londres o la Costa Azul, ¿con qué más puede se puede epatar a la gente?

Pura testosterona de individuos que figura todos los años en la lista de Forbes: a ver quién es más macho pujando. ¿Qué son además 100 o 200 millones de dólares para quienes han acumulado fortunas de miles de millones? "Peanuts" que se diría en inglés: "calderilla" en lenguaje castizo.

Ni siquiera parece importarles a esos coleccionistas que se esté creando con esos precios una inmensa burbuja que puede estallarles en la cara en cualquier momento, como estalló en su día la de los tulipanes. A ellos les sobra el dinero y se trata solo de poder demostrarlo urbi et orbi.

Y está luego la propia competencia entre las dos principales casas de subastas del mundo: Sotheby's y Christie's. Cuentan los medios de que esta última logró en esta ocasión la cifra más alta de su historia con 691,5 millones de dólares, un nuevo récord de esos que es lo único que parece interesar ya a la prensa.

Casas de subastas, por cierto, que antes se dedicaban a dar salida a obras clásicas que habían prácticamente desaparecido del mercado o artistas a los que había dado tiempo a madurar, pero que ahora cumplen una función muy distinta.

Un mundo opaco, pese a que muchos hablen de transparencia, pues solo se buscan grandes titulares para sostener las cotizaciones de la bolsa del arte, cuyos precios están manipulados por el mismo mercado del que forman parte esas empresas y las tres o cuatro grandes galerías anglosajonas que llevan en ese mundo la voz cantante.

Y ¿qué ocurre mientras tanto? Sucede que muchos artistas, en realidad la inmensa mayoría, siguen realizando en sus países una labor callada, plasmando en sus obras sus sueños u obsesiones, fieles siempre a sí mismos, sin importarles todo ese relumbrón y ese griterío siempre tan artificial del mercado. Artistas a los que tanto cuesta muchas veces encontrar una galería que apueste por ellos, dominado como está el mercado por unos cuantos nombres. Y galeristas castigados como aquéllos también, al menos en este país, por un IVA cultural exorbitante, que nada justifica.

Y ocurre también que muchos museos tienen presupuestos ridículos que no les permiten acometer siquiera tareas de conservación de las obras maestras que guardan entre sus muros. No digamos ya comprar obra nueva con que enriquecer sus colecciones.