La Cataluña surgida del mapa autonómico de los setenta estalló con la crisis de la reforma del Estatuto de 2009. Hasta entonces, Cataluña no hacía sino constatar su tradicional juego de equilibrios. Por una parte, la singularización de la identidad nacional. Por otra, su compromiso con el Gobierno de España. Cataluña no escondía su causa general: regenerar y modernizar España siempre que los balances contables le fueran positivos. Eso, y no otra cosa, fue el pujolismo. Hoy el mapa ha mudado. Cataluña ha emprendido el camino de la postautonomía sin saber cual será su destino final. Conocer el ideario y conocer la idealización de la idea matriz. Poco más. La crisis del Estatuto, que pasó todos los trámites en Cataluña pero acabó estrellándose en Madrid, evidenció la ruptura del pacto de la transición. Cataluña había aceptado un encaje razonable con el resto de España. La frustración por el choque estatutario y los golpes de la crisis económica sobre las clases medias han acabado volando los puentes, han sacudido las complicidades y han generado un nuevo marco político. El "adiós a España" de Artur Mas puede ser retórico, pero resume gran parte de la nueva pulsión catalana: las encuestas lo testimonian. La etapa del consenso ha dejado paso a un único proyecto político: el del soberanismo, que de paso ha hundido al PSC. Un proceso que se ha presentado a la ciudadanía, de forma irresponsable, como el advenimiento de un paraíso, con el Mesías incluido en el cuadro virgiliano.

De repente, el eje ha variado. Y se ha desatado un nuevo enigma. ¿Cómo se ensamblaría una Cataluña independiente en Europa? Del encaje español hemos pasado al encaje europeo, con la utopía colgando de la senyera. Mas también lo ha presentado como algo muy fácil de alcanzar. Otro señuelo volcado sobre la ciudadanía. Como recordaba Josep Borrell, la Comisión Europea dictaminó en 2004 que "cuando una parte del territorio de un Estado deje de formar parte de ese Estado, porque se convierta en uno independiente, desde el día de su independencia se convertirá en un tercer Estado con relación a la UE y los tratados ya no serán de aplicación en su territorio". La adhesión de un nuevo Estado en la UE requiere una modificación de los tratados aprobados por unanimidad. Es un camino de espinas. Una declaración unilateral de independencia no sería aceptada por la UE, que desempolvaría el artículo 4.2 del Tratado de la Unión. Para "adherir" a Cataluña no solo habría que modificar los tratados por unanimidad del Consejo Europeo sino que se necesitaría la ratificación de cada Estado, como con Croacia. Y en todo caso, si Cataluña pudiera seguir utilizando el euro o le permitiera Europa negociar un tratado comercial, ¿cuál sería la capacidad de decisión de Cataluña?

Desde la Generalitat se está enviando el mensaje a los ciudadanos de que todo puede arreglarse mediante la política, con lo cual se está creando una nueva ficción. La influencia política está hoy en función del poder financiero. Y la realidad, no nos engañemos, es que Cataluña cuenta poco en la UE porque representa un 1,5% del PIB y porque solo le queda un banco para dialogar en los mercados internacionales: la Caixa. Las fuerzas en tensión son poderosas, pero la potencia de un territorio descansa en su vigor económico. ¿Puede Cataluña, con esa debilidad en su esternón, buscar complicidades transnacionales que renueven el marco político y le ofrezcan un pequeño lugar en el suelo europeo? ¿Lo puede hacer sin la alianza de los dirigentes de Madrid? Es poco probable.