La exclusividad se recompensa en forma de Premium: no es de extrañar, por tanto, que los lugares más bellos del Mediterráneo sean los que mejor han sabido preservar su patrimonio natural y arquitectónico. Por ejemplo, Formentor frente a Illetas, Capri -o Positano- en lugar de Benidorm. Se argumentará que el turismo de masas requiere de una explotación intensiva de la geografía, indiferente a los dictados de la elegancia. La necesidad de repartir el empleo convergió con las ansias de bienestar en una Europa que salía de la posguerra. Para los pueblos mediterráneos -ajenos a la tradición industrial de los países del Norte- la llegada de turistas representó el maná soñado. Se amasaron grandes fortunas y, al menos en sus primeras décadas, la riqueza se distribuyó transversalmente con cierta generosidad. El fallecido político mallorquín Josep Melià incidía en el papel crucial de la oferta complementaria, frente a la tiranía impuesta por las grandes multinacionales turísticas y el todo incluido. Diríamos que era precisamente la democratización de la oferta complementaria -de los restaurantes a las tiendas de souvenirs, de los supermercados a los chiringuitos- lo que permitía explicar la pujanza generalizada de la clase media del sur europeo a diferencia de otros modelos turísticos, como los del Caribe. Por supuesto, esto era más cierto en la década de los ochenta y de los noventa, cuando Melià encomiaba este sistema, que ahora. Los tiempos cambian, al igual que las necesidades.

Con el incendio en Andratx, Mallorca pierde uno de los parajes más hermosos del Mediterráneo y, por tanto, un fragmento del Paraíso. Los técnicos medioambientales han alertado de que difícilmente se podrá recuperar el esplendor primigenio de esos bosques. Al arder, el campo adquiere la misma grisura de ese urbanismo perverso que ha cubierto de hormigón buena parte de la costa española. El Premium desaparece al sustituirse la exclusividad por una erosión imposible de disimular. Uno de los lujos de los países meridionales consiste, precisamente, en su naturalidad desprovista de ostentación, que se impone desde la consciencia de ser la cuna de la civilización. Sucede así en el paisaje -de una rara serenidad-, en la arquitectura, en el brillo de la luz, en la gastronomía de subsistencia, en el perfil de las ciudades y de los pueblos. A la inversa, la devastación causada por el fuego revela la debilidad de cualquier lazo, incluso del que nos vincula con el mejor rostro de la Historia: la belleza que es fruto de los siglos.

El gobierno de Baleares clama que nunca antes se habían movilizado tantos efectivos, aéreos y terrestres, para combatir un siniestro. Es probable que así sea. Los críticos apuntan a la falta de prevención, consecuencia de los recortes. También es probable que sea así. Además de los cambios en la estructura socioeconómica que han llevado a abandonar la explotación -y el correcto mantenimiento- del rico patrimonio forestal y agrario. De todos modos, salvando las proporciones, no he podido dejar de pensar estos días en la hipocresía que se esconde tras los lamentos por la catástrofe de Andratx, mientras se aprueban nuevos desarrollos urbanísticos: del complejo hotelero en Es Trenc a la promoción de puertos deportivos o la lujosa urbanización en Canyamel. A corto plazo, las diferencias son obvias, ya que el fuego calcina y la construcción genera empleo. A la larga, sin embargo, las consecuencias son similares. Y en ningún caso positivas.