Los presuntos delitos de corrupción que se investigan ahora ocurrieron hace tiempo. Hay optimistas que creen que ya ha cambiado la actitud de la administración profesional, de los políticos y de la sociedad frente a la corrupción. No favorece el optimismo que, mientras unos sufren las primeras instancias judiciales, otros se van de rositas en las últimas.

Los pesimistas -alguien lo ha dicho- aciertan más a cambio de ser menos felices. El momento es clave para vivirlo desapasionadamente, con el peso exacto de la ley, sin trucar la balanza por la magnanimidad políticamente pactada ni por la ejemplaridad, que hace pagar a un condenado sus delitos y los de quienes, antes, se fueron sin pagar y carga kilos de escarmiento para disuadir a quienes aún no han cometido un crimen. Hace falta que las penas sean penas de tribunal, no de banquillo ni de telediario. Las personas honradas son más sensibles a los juicios sociales que las que no lo son y por ello son juzgadas. Hace falta que los cumplimientos se cumplan. En tiempo y centro, sin celdas de castigo pero sin celdas monacales para un retiro espiritual. Quienes delinquen con guante blanco sobre moquetas tienen una dureza semejante a la de quienes delinquen con manos sucias sobre el asfalto. Unos y otros son igual de limpios en la ducha de las cárceles y nunca se les cae el jabón a ellos.

Hay que impedir que disfruten del botín y lograr que devuelvan lo conseguido ilegalmente. Ver a condenados anteriores dando lecciones en TV y disfrutando los fines de semana de un cigarral que no pueden pagar varias vidas laborales honradas es un buen ejemplo para apostadores que aceptan el riesgo y, aun perdiendo alguna mano, consiguen un buen beneficio de quebrantar la ley durante unos años, pagar por ello durante algunos otros, para salir hacia una jubilación dorada para tres generaciones sin que les quiten ni lo bailao ni el salón de baile.