Por la altura da más que hablar de lo que fuera deseable, pero sigo creyendo que el Poder Judicial es el menos degradado en el conjunto institucional del país. A los niveles alcanzados por la polución política siguen sin corregir errores tan graves como la condena de Baltasar Garzón y su separación de la carrera. Él acaba de pedir al Tribunal Constitucional la nulidad de ese fallo, con el argumento de que uno de los magistrados responsables militaba entonces en el Partido Popular. Se trata de Francisco Pérez de los Cobos, hoy presidente del tribunal que es garante último de los derechos consagrados en la Constitución. El debate sobre si un jurista con carné y cuotas de partido hasta 2011 puede o debe titularizar esa instancia se mueve entre la legitimidad formal, al parecer fundada, y la inconveniencia ética y estética de parecer lo que probablemente no se es. La petición de Garzón podría apoyarse en distintos argumentos, como que las escuchas telefónicas fueron validadas a otros después de fulminarlo a él exactamente por la investigación de la misma trama, la Gürtel, que se sabe indivisible del general envilecimiento del caso Bárcenas. Triste ironía la de apartar un juez que previó esta innoble inundación y trabajó por yugularla antes de que humillase tan injustamente a cuarenta y siete millones de españoles.

Es hipócrita anteponer la salida de la crisis económica a la regeneración moral del país. Aquella será muy lenta en el mejor de los casos, y dependiente en gran parte del acontecer exterior; mientras que esta exige y admite la mayor urgencia sin depender de nadie más que nosotros mismos. Todas las indecencias de la recesión, nacidas de la corrupción sistémica ante los derechos fundamentales de la persona, pueden repetirse indefinidamente si no se restauran la moralidad pública y los deberes privados con intransigencia proporcionada a su valor central en la convivencia democrática. El delito político no debe solaparse en el delito penal y mucho menos acogerse a sus plazos de prescripción. La responsabilidad política no prescribe, por dos razones fundamentales: porque destruye el principio de confianza en los actos de gobierno y porque sus efectos en la relajación de la responsabilidad ciudadana son permanentes. Los arrepentidos conjugan sus legítimos derechos en las esferas moral y penal, pero la acción política solo alcanza plenitud con los limpios.

La condena de Garzón es una carga muy pesada en la conciencia colectiva de esta nación. Por eso la revisión de su caso, con nulidad de la condena, se constituye en símbolo y señal de la voluntad de regeneración que quisiéramos ver en todos los poderes del Estado. Estos indicios son los que persuaden del propósito de la enmienda allí donde, a pesar de las evidencias, tan solo se ve el cinismo del "sostenella y no enmendalla", las evasivas, las disculpas y las estratagemas pretendidamente justificatorias de la indignidad. Urge empezar por algo, y que ese algo sea una prueba contundente.