En las primaveras hay un punto en que las diversas vidas de la naturaleza se solapan. No hablo de las que cursan en la profundidad de sus leyes y flujos, sino de las de las formas, que se manifiestan en superficie y son detectables por los sentidos (no por las glándulas). En el punto de la primavera avanzada del que hablo la nieve se muestra en los altos con estructura de grano fino y volátil, y su atmósfera característica -gris plomizo en el cielo, que se vacía al aire en una neblina amarillenta- contrasta con los verdores de la vegetación y el cromatismo de las flores. Cuando la nube de nieve comienza a perder opacidad, y el sol se abre paso, puede suceder que en el aire batido por el temporal convivan el vuelo de los últimos granitos de nieve y el de las semillas de plantas y árboles, sin que el ojo acierte a distinguirlos. Esa doble compañía provoca en el espectador un vital entusiasmo.