La ausencia de Carlos Fuentes, que murió hace ahora un año, supone un hueco enorme, una herida que ya es, como él, parte de la historia.

Hay personajes y literaturas, y a veces unos y otras van cada una por su lado. Carlos Fuentes era un personaje y una literatura, y los dos factores caminaban juntos, y muy acompañados. Carlos era un nombre propio, gravitaba en torno a él un mundo, y no era tan solo su mundo; era el impulsor de un torrente en el que él era uno de los principales atletas, y a él se concedió en un momento determinado la obligación de ser, además, el que pregonara la existencia de un grupo que resultó esencial y que ahora es parte de la historia, pero además de la historia en marcha. Porque el impulso que él mismo agarró en los sesenta, junto con sus compañeros de partida, no ha cesado de dar frutos.

Fuentes era un hombre para todas las estaciones literarias, pero también lo era cuando se trataba de intervenir en la política, en la adivinación de las tendencias, en la especulación sobre el futuro del universo o de la patria chica. Y era, además, un colectivo, el motor de un enorme vagón en el que, como decía Anthony Burgess de la obra de Shakespeare, cabía todo un universo. Él fue, por decirlo así, el primer portavoz del boom, y antes de morir dejó dicho que estábamos en otro boom, que las nuevas generaciones venían a hacerlo mejor. Su energía tenía también el valor de la generosidad: la derramó hasta donde mandan el magisterio, para que la experiencia no abrumara al que viniera, sino para que el nuevo sintiera que era igual o mejor que el antecesor.

Era él y el mundo a la vez, y tenía potencia para llevar esa carga como si volara. Era ágil como conversador y como escritor; su pluma pesaba por lo que decía, pero volaba. Fuentes era uno que volaba escribiendo; hizo de lo profundo lo ligero, como querían Jorge Guillén o Eduardo Chillida, y nunca lo vimos desdeñando lo superficial si esto le venía bien para la ficción, ni jamás lo vimos dejando a un lado el peso de las ideas si ellas le convenían a la discusión a la que lo sometió todo. Fue el autor de En esto creo y de Los años con Laura Díaz; procuró el pensamiento y la historia, y las dos entidades del intelecto y de la imaginación las juntó en una escritura que jamás fue ceñuda o cejijunta, sino veloz y audaz, como si estuviera siempre sorprendiéndose de los hallazgos y de los azares de los que son capaces las palabras. Hasta que murió estuvo jugando con los escenarios de la literatura, y en Federico en su balcón, su novela póstuma, mezcló poesía, teatro y novela como si estuviera despidiéndose y afirmándose en todo lo que supo para tomar de nuevo impulso hacia cualquiera de esos ríos en los que nadó como nadie.

Cuando era escritor también era un personaje público, un agitador cultural y político; y cuando era un testigo y lanzaba su opinión acerca de lo que ocurría era un escritor y también un protagonista. Nada le era indiferente, y él no fue jamás indiferente, aunque a veces se desentendía, en la conversación, de los incidentes que dañaban la comprensión cabal de lo que ocurriera; era un novelista, pero no era anecdótico; era un ensayista, pero conocía el valor de la anécdota para precisar su pensamiento. Era un intelectual de opiniones contundentes y era un autor de ficciones tan diversas como su conversación o como su imaginería. Además, era un historiador, rebuscaba en nuestros espejos enterrados para darnos una visión de lo que pasa ahora, de lo que pasaba, en todo caso, basándose en lo que ya pasó. No dejó sin línea un minuto de su vida, y aunque su estilo se acomodó su gesto, a sus años y a sus experiencias, siempre hubo en Fuentes una sola literatura, un sonido igual, un tono, que era inequívocamente el tono de Carlos Fuentes.

Como suele suceder ante desapariciones tan alevosas para la constitución del cuerpo literario al que pertenecía, su hueco no es solo el de la persona, el personaje y el escritor. Es, también, el hueco que deja su propio nombre en relación a otros. Él fue el pilar del boom, el que alentó desde la amistad (y desde la necesidad del momento) aquella pulsión literaria colectiva que aspiraba a convencer al mundo (y en gran parte al mundo español) que en el otro lado, en América Latina, se estaba haciendo una literatura diversa que había roto las amarras del costumbrismo y que constituía un desafío formidable que ya no se podía soslayar. Como un editor, y con la complicidad de editores preclaros allí y aquí, y con la asistencia impar de Carmen Balcells, la agente total, Carlos Fuentes se puso delante del desfile y fue señalando a cada uno una tarea. La primera tarea fue la de procurar que la amistad que los juntaba fuera también un elemento eficaz en la comunicación de la noticia: hay una literatura que no se puede dejar de lado y se está haciendo aquí, en América Latina. Nadie dijo boom, eso vino luego. Luis Harss le fue a ver para su memorable libro Los otros y allí Fuentes le señaló el camino: vete a ver a los colegas, a Cortázar, a Vargas Llosa, a García Márquez. Los fue señalando como el propio Gabo decía, en Cien años de soledad, que se fueron nombrando las cosas nuevas en Macondo.

Ese momento fue muy especial, el del libro de Harss y el de las indicaciones de Carlos Fuentes, que fue, por decirlo así, el tercer editor del boom. En Barcelona fue Seix Barral, en América fue Sudamericana, y por encima de esas estructuras editoriales benéficas estuvo la mano y la voluntad de Carlos Fuentes. Esa fue una gestión propia del entusiasmo y provenía de un sentido profundo, y extremadamente útil en términos de comunicación literaria, de la amistad. Fueron afinidades electivas las que convocaron en torno a aquel libro fundacional, Los otros, a una serie de escritores que luego serían, en efecto, los que dieron voz a la palabra boom y aún siguen resonando como una de las mejores cosas (con la generación del 27, por ejemplo) que le pasaron a la literatura en español en el siglo XX.

Ese momento fue un milagro que tiene sus propios títulos. Hubieran nacido de igual manera, sin duda, pero ese impulso de comunicación que hubo en torno a esta llegada de los bárbaros (así la llamaron Jordi Gracia y Joaquín Marco en un libro que debería haber circulado más) resultó esencial para que la literatura hispanoamericana de aquel momento hiciera su insólito viaje universal. En un texto de 1971, publicado en España por la impagable revista Cuadernos Hispanoamericanos, que entonces dirigía Félix Grande, Julio Cortázar advertía que un día en todo el mundo de habla española se tendría noticia del valor diverso que tenía la calidad de la literatura hispanoamericana que estaba escribiendo gente como él. Cortázar cifraba en el cuento el género más fértil entre los que practicaban sus colegas. Y es verdad que el cuento fue, y sigue siendo, un patrimonio mayor de estas literaturas hispanoamericanas, desde Horacio Quiroga y el propio Cortázar hasta Onetti y, cómo no,Carlos Fuentes.

Pero la novela era ya un asunto contundente en la expresión escrita de la inspiración de los colegas del boom. Frente a la novela española, que se estaba desperezando, abandonando poco a poco los materiales del realismo social, los escritores latinoamericanos que habían sido convocados por el entusiasmo de Fuentes y de los restantes editores ya habían dado de sí obras maestras, como Rayuela, Cambio de piel, Tres tristes tigres, Cien años de soledad o La ciudad y los perros. El éxito fue imparable, y no fue, como es evidente, flor de un día. El sonido del boom sigue hasta hoy, aquellos autores siguieron siendo fértiles hasta su muerte, en los casos de Cortázar, Fuentes y Cabrera Infante, y ninguno dejó nunca que disminuyera la exigencia literaria que convirtieron en tan promisorias sus primeras literaturas.

En ese aliento que dura hasta hoy, y que seguirá durando, fue un componente principal, casi fundacional, la respiración de Fuentes, el aire imparable de su sentido del tiempo que se estaba viviendo cuando le señaló a Harss y a sus colegas el camino: escribir es también comunicar, aliarse con editores para convertir lo que se hace en un acontecimiento. Él fue, digo, el tercer editor del boom, su pilar literario y comunicativo más preclaro, y más solidario en aquel momento. Al final de su vida reeditó esa confianza, en un libro que seguro que hubiera seguido revisando, La gran novela latinoamericana. Los que somos testigos de cómo procuró que fueran conocidos los jóvenes que vinieron luego sabemos que no fue una casualidad que fuera él, precisamente, el que se fijara en aquellos amigos suyos de los años 60, cuando todos eran unos chiquillos, para decir que la voz literaria de América Latina merecía la atención que se debe reservar a las grandes literaturtas. Y él era consciente de que estábamos, ahora mismo, en una especie de renacimiento de la voz. Y él volvía a ser ahora su veterano portavoz.