Lo bueno de las grandes películas es que siempre tienen alguna respuesta dentro para preguntas que te gustaría hacerte pero que nunca te has planteado. Tal vez por eso el cine que se hace actualmente, o el que llega a nuestras carteleras, no tiene nada que preguntarse, y por lo tanto nada que merezca una respuesta. Si te da por rescatar del olvido una obra como "Sonata de otoño", de Ingmar Bergman, puedes encontrarte de pronto con un fogonazo verbal puesto en boca de una sensacional Ingrid Bergman como madre sin coraje que quemó todos los puentes que la unían con su hija y que va por el mundo con una altivez y desdén hacia los demás que tiene mucho de blindaje, de inseguridad hostil. "No soporto a la gente que desconoce el motivo de su proceder", suelta en un momento dado con el tono solemne y envenenado de quien se considera superior a los demás incluso a la hora de analizarse y hacer inventario de las razones por las que ha hecho algo, o por las que no lo ha hecho. Pensando así es normal que su hija la vea como una extraña, un ser intolerante y fatuo en sus pretensiones de hacer autopsias a cualquier comportamiento, sea fruto de un impulso o de un cálculo muy meditado.

Pero si hay miedo al cine ceñudo y cerrado de Bergman siempre se puede recurrir a otro clásico mucho más movido y visceral: "Los siete samurais", de Kurosawa. Sí, cine japonés, pero no cine japonés con gente sentada mucho tiempo en el suelo en largos planos secuencia; acción pura y reflexiones maduras. Como: "Los peces que se pierden siempre parecen grandes". Una buena forma de resumir la ingenua trampa que los seres humanos se tienden a menudo cuando llega el momento de la pérdida irrelevante a la que se da una importancia desmedida, ya sea en el campo sentimental o en el terreno material. Y es una pena que sólo la enfermedad o algún revés demoledor consigan poner las cosas en su sitio para dar a cada cosa que nos ocurre la importancia que merece. Su valor real.