El poder es el poder, lo ejerza Agamenón o su porquero. Bajo la presidencia de Barack Obama, el Departamento de Justicia examinó en secreto los registros de al menos veinte líneas telefónicas de la agencia Associated Press (AP). Se ha sabido ahora, un año más tarde, y el escándalo ha sido mayúsculo. El portavoz del presidente insinúa que este no lo sabía, lo que da pie a dos interpretaciones: o miente o consiente. "Haz lo que tengas que hacer pero no me digas lo que no me conviene saber" puede ser el lema de las relaciones entre los hombres de Estado y sus operadores de asuntos delicados. Se trata de interponer un fusible entre el trabajo sucio de las alcantarillas y el lujo de las salas de recepción.

A Richard Nixon le pillaron porque se descubrió que lo sabía todo del caso Watergate, y que nada se hizo sin su consentimiento. ¿Qué sabe Obama del espionaje a los teléfonos de AP? Se lo preguntan la profesión periodística, escandalizada, y aquella parte de la opinión pública que se pone del lado de la transparencia, aun con supuesto riesgo para la seguridad. Con matices: no les causan el mismo escándalo los drones que matan niños en Pakistán, o la llaga abierta de Guantánamo.

El episodio se inscribe en una actuación más amplia contra las filtraciones informativas, una obsesión de la actual presidencia, nada sorprendente tras episodios como el Cablegate. El argumento es que se ponen en peligro actuaciones en defensa de la seguridad nacional, con riesgo para las vidas de americanos. Aunque también puede argumentarse que el gobierno quiere mantener a la gente en la ignorancia de verdaderas amenazas: en este caso, se investigaba quién filtró a AP la noticia de que la CIA había impedido un atentado en un avión procedente del Yemen.

Los servicios secretos siempre lo han tenido claro: la oscuridad es su medio de trabajo. La luz les desarma. Para ellos, la máxima transparencia posible es la de una pared de hormigón. El presidente de los Estados Unidos dirige la administración de una superpotencia mundial orgullosa de sus libertades y de su democracia, y se enfrenta a la potencial contradicción entre lo uno (superpotencia) y lo otro (democrática). Y se llame Nixon o se llame Obama, tarde o temprano les dice a sus fontaneros que no duden en ensuciarse. Contra todo ello, como siempre, el periodismo de investigación.