Tenemos sin duda un riquísimo patrimonio. Superado sólo por el de muy pocos países, pero está en algunos lugares hecho una pena. Y sin que sus propietarios parezcan con voluntad de ponerle remedio o las autoridades les obliguen a ello.

Construimos durante los años de bonanza urbanizaciones con campos de golf, helipuertos y atraques para yates, pero no nos ocupamos suficientemente de la mayor riqueza: el acervo arquitectónico acumulado a lo largo de los siglos y que está en demasiados casos amenazado de ruina.

Cuando había dinero, se hizo poco porque se derrochó en absurdos proyectos faraónicos para mayor gloria de algunos políticos ambiciosos. Y ahora hay otras prioridades.

Se pasea uno por el centro histórico de algunas ciudades que fueron prósperas en su día y siente rabia o ganas de llorar.

Hay palacios declarados bienes de interés cultural que parecen caerse a pedazos. Cuando se mira a través de alguno de los balcones abiertos del último piso, se ve muchas veces el cielo porque falta la techumbre.

Hay fachadas y balcones protegidos por mallas por el peligro de que algunos trozos de pared caigan sobre los peatones. Y cuando se arregla algo, muchas veces es sólo lo absolutamente imprescindible para evitar una desgracia.

Hay en algunos lugares casas palacio donde residen familias de renta antigua donde se han desplomado los techos, arrastrando en su caída tejas y vigas podridas.

Uno ha visto antiguos hospitales de beneficencia, de bella factura, totalmente abandonados y sin que nadie sepa qué hacer con ellos. - iglesias priorales o catedrales góticas con sillares de piedra tan desgastados que amenazan también con desplomarse sobre la vía pública.

Hay también edificios históricos civiles que se rehabilitaron parcialmente con motivo de alguna conmemoración pero en los que las obras no llegaron a terminarse y que siguen abandonados.

Los propietarios de muchos de esos edificios, ya sean particulares que las diversas administraciones o la Iglesia, argumentan que no tienen dinero para acometer las obras de consolidación que harían falta en muchos casos. Y dejan que la naturaleza y el tiempo continúen juntos su acción destructora.

Hay quienes se quejan de un exceso de protección, que impide dar a algunos edificios un nuevo uso respetando su aspecto. Por ejemplo, convirtiéndolos en hoteles.

Han surgido también iniciativas privadas, de ciudadanos preocupados por el aspecto de abandono de algunos centros urbanos, como la de que algunos de esos espacios, entre los que hay también bodegas, puedan dedicarse a usos comerciales, culturales o de restauración. Pero los Ayuntamientos muchas veces sólo ponen pegas.

Parece que se prefiere la ruina progresiva de esos edificios. O les preocupa más recalificar terrenos para nuevas construcciones en un país donde hay ya millones de casas vacías y otras muchas sin terminar. Todo un disparate.