La escritura de Sergio Ramírez, que publica ahora en España y en América Flores oscuras (Alfaguara), está teñida por el texto imprescindible de la novela contemporánea, es decir, de la que arranca en Miguel de Cervantes y se instala en la modernidad más rabiosa demandando de los narradores lo mismo que siempre fue necesario en los cuentos y en las novelas: que lo que cuenten parezca real. Y, además, que tengan música.

He leído ese libro de cuentos, en el que hay asesinatos, sexo, venganzas, amistades y odios, como si cada uno de esos fragmentos oscuros (y claroscuros) hubieran pasado realmente, pero no sólo en Nicaragua o Costa Rica, que son dos de sus escenarios, sino en mi casa de Tenerife, en mi barrio, en el barranco de mi barrio, bajo la carpa del circo que venía cada año a nuestros descampados. Los personajes (el asesino, el bueno, el imperdonable y el que perdona, el inolvidable y el que olvida, el mago y el que se traga el fuego) son, también, aquellos a los que yo vi en mi infancia y en mi adolescencia, aquellos a los que vi luego, o entreví en las pesadillas, o aquellos de los que me hablaron mis padres, mis amigos, antes o en cualquier tiempo. Incluso ahora mismo.

Él dice que cada uno de esos relatos, que son, efectivamente, flores que halla en los intersticios de la gloria cuando ésta es también miseria, como aquellas flores de muerte de la célebre película Muerte entre las flores, son sucesos que leyó en la prensa. En su mayoría, esa es la procedencia. Luego está la cocina sutil del escritor, que convierte esos sucedidos tremendos en historias que ya pueblan la mente como si la ficción se dijera al oído. Así ha escrito siempre Sergio Ramírez, como si la realidad le fuera diciendo, con su aliento tantas veces increíble, lo que pasó, y ese es el material de sus ficciones. Pero hay un material que no dan ni las crónicas ni las noticias, ni siquiera los rumores que circulan en los pueblos y en los barrios como dagas circunspectas. Eso que faltará siempre para que una obra de escritura sea también, aparte de periodismo o noticia, obra de arte, es lo que cada vez más tiene Sergio Ramírez en su balance de materiales en este caso intangibles: ritmo, música, capacidad para susurrar, como Borges, lo que parece que no ocurrió pero que en el instante mismo en que resulta dicho ya parece que pasó de manera incontrovertible.

Ese es el tono cervantino, y borgiano, que se ha apoderado de manera muy fructífera de la escritura de Sergio Ramírez; él ha reservado ese susurro, ese sosiego sin límites, para cada uno de los ámbitos en que se desarrolla su actividad literaria: los artículos, los relatos (como estos de Flores oscuras) y las novelas, e incluso en los ensayos más largos cuya base es la experiencia de oír además de la experiencia de leer. El otro día le pregunté en Madrid a Sergio Ramírez de dónde podría venirle esa música que le emparenta con Rubén Darío, con Lorca, con Borges y con Octavio Paz, por citar un cuarteto que también podría ser un cuarteto musical. Me había enseñado la foto de su nieta más chica tocando el piano, pero de eso hacía un rato. Así que su respuesta no tuvo necesariamente relación con ese detalle tan preciso, la foto de su nieta tocando el piano.

Lo que me dijo, terminando un whisky de malta que le habían servido cerca de donde solía comer Lorca con Cernuda, precisamente, en el renovado restaurante Carmencita de Madrid, fue que su abuelo le llevaba muchas veces a tocar el piano, y que quizá sea el recuerdo de esos ritmos que aprendió entonces lo que seguía dentro de su cabeza desde entonces, y que son esos susurros los que ahora se le ponen en las manos cuando escribe. Mientras lo decía recordó algunas melodías, y de vez en cuando las tocaba sobre la mesa de mármol, como si estuviera reproduciendo en su recuerdo de ahora los sonidos de antaño.

Lo verdaderamente notable de este libro, además, es cómo ha combinado la escritura burocrática de los atestados, a los que recurre en algunos casos para explicar asesinatos o reyertas, con ese aprendizaje ya inapelable del ritmo. Cómo ha sido capaz de hacer escritura poética recurriendo tan solo a lo más alto de los materiales de la narración o del texto: el ritmo, la música. Si un cuento es un puñetazo en el aire, que decía Azorín, estos de Sergio Ramírez son como los hachazos de los que hablaba Cabrera Infante para decir cómo hubiera escrito Alejo Carpentier acerca del asesinato de Trotsky.

Después de hablar de esos ritmos y de esas flores oscuras hablamos un rato de su tiempo en la revolución sandinista y luego en la política. Ya escribió de ese periodo, en parte, en Adiós muchachos. No le dije nada, pero cuando le pregunté por la última vez que estuvo cerca de sus antiguos compañeros (y sobre todo del más conocido de sus antiguos compañeros de lucha), percibí que en el alma de este narrador formidable se le está deshaciendo un nudo del que saldrá alguna vez una memoria que pugna por decir su nombre.

Ojalá, será otra lección de ritmo interior, otra manera de explicar la vida como quien hace sonar los nudillos para que el resultado sea otra melodía inolvidable.