Lleva razón Feijóo al asegurar que a Rajoy le falta relato. Pero le sobra cuento, una cosa por otra. El relato ha servido para explicar el mundo desde el principio de los tiempos, incluso antes de que se inventara la escritura. La necesidad del relato, que los políticos han descubierto hace cuatro días, es tan antigua como el habla. Era tan necesario que el precio que los seres humanos pagamos por hablar, según algunos científicos, fue la posibilidad de atragantarnos. Tuvimos que hacer cambios, efectivamente, en el aparato fonador y en la garganta para poder narrar a nuestros hijos las historias que forman parte de la tradición oral y gracias a las cuales recibían una información precisa sobre la realidad. A veces, construían incluso la realidad. Son tan claros esos relatos que todavía hoy alimentan la imaginación de nuestros hijos, al tiempo de alertarles sobre los peligros del mundo. Cuando los comparamos con el cuento, en el mal sentido de la palabra, de Rajoy, nos quedamos espantados.

El Gobierno tiene "cuento" porque no hay forma de construir un relato coherente con los materiales de que dispone. Los presupuestos, por poner un ejemplo. Con los presupuestos se puede construir una novela cuando responden a una lógica interna y no se cambian cada cuatro días. Como a Rajoy se los envían desde Alemania y el pobre no los comprende, en vez de hacer con ellos una narración ordenada, organiza un caos como el que le escuchamos en la comparecencia del martes. Es posible que se los envíen, además, en mandarín, de ahí la apariencia de cuento chino que tuvo toda su intervención.

La palabra "cuento" está muy devaluada entre nosotros, por eso los libros de relatos se venden tan mal. "Ese es un cuentista", decimos de alguien cuyo discurso es un galimatías dirigido a engañar al personal. Quizá cuando Feijóo dijo que al Gobierno le faltaba relato, Rajoy entendió que le faltaba cuento. ¡Qué tontería!, debió de decirse, con lo dotado que estoy yo para el cuento. Y se puso a escribir ese discurso surrealista, en el mal sentido de la palabra surrealista, con el que intentó dar a los españoles la esperanza que él mismo les había arrebatado dos días antes. ¿El resultado? De manicomio.