Han pasado más de 25 años, pero Ángel, esposo resignado pero libre de amarguras, aún recuerda casi a diario aquel viaje de 30 minutos en las entrañas de la ciudad, recuerda aquel vagón repleto de estudiantes y trabajadores adormilados, la voz neutra anunciando las correspondencias de las siguientes líneas, y el olor a hora temprana y humanidad vencida por el sueño. Recuerda con todo detalle el momento en que entró aquella chica de melena muy larga y muy negra que logró colarse (era menuda, perfecto para aprovecharse de las rendijas entre cuerpos) para llegar hasta el rincón donde estaba él, Ángel, entre la puerta y la barra, sosteniendo la carpeta con los apuntes de Historia con una mano y agarrado con la otra al respaldo de un asiento. Y Ángel no ha podido olvidar el perfume (y no paró hasta encontrarlo y regalarlo a su novia años después, aunque a ella le parecía demasiado empalagoso) que desprendía una piel morena que hacía juego con una cazadora de piel. Hubo un cruce de miradas inicial, pero ambos la apartaron con tanta rapidez que él tuvo la certeza de que les había dado miedo lo que vieron. Una especie de conexión instantánea entre dos viajeros perdidos en el túnel del tiempo perdido. Ángel y la desconocida viajaron en silencio, pero, él estaba convencido de ello, diciéndose muchas cosas. A medida que entraban más viajeros, la distancia se reducía más y más. Y más. En los últimos minutos sus cuerpos estaban tan cerca que las curvas los obligaban a rozarse. Hubo un momento en que ella le pisó un pie y sus miradas volvieron a cruzarse, y le dijo que lo sentía, y casi sonrió. Ángel lleva preguntándose 25 años qué habría pasado si en lugar de guardar silencio como un pasmarote y ponerse colorado y bajar la vista le hubiera dicho cualquier cosa, cualquier tontería que alimentara una conversación banal pero comprometedora antes de llegar a la última estación, correspondencia con línea 4, allí donde la perdió para siempre entre la multitud.