Hace tiempo solicité a un asesor financiero que me calculase cuánto dinero necesitaría tener ahorrado para jubilarme con una pensión de treinta mil euros brutos anuales. Por supuesto, el montante habría de cumplir ciertas condiciones: en primer lugar, debería ser suficiente para cubrir mis necesidades durante veinticinco o treinta años más, de acuerdo con la esperanza de vida. En segundo lugar, yo estimaba la capacidad adquisitiva de treinta mil euros de hoy, no de mañana, por lo cual era preciso actualizarla conforme a una inflación hipotética (que pactamos sería de un tres por ciento). Finalmente, no tuvimos en cuenta la pensión pública, entre otras cosas porque a día de hoy su concreción definitiva resulta un misterio sujeto a la demografía, la productividad y el capricho de los políticos. El asesor financiero se puso manos a la obra y al cabo de unas semanas me comunicó que, para poder retirarme dentro de treinta años, tendría que acumular cerca de un millón y medio de euros. Le miré con cara de asombro, le di las gracias y me despedí. Recuerdo que, en ese momento, tuve la sensación de que los planes de pensiones están programados para los muy ricos, para desgravar impuestos (con trampa) o para redondear la Seguridad Social, aunque no como una alternativa a ella. ¿Qué trabajador puede reunir esta cantidad? ¿Cuánto habría que economizar al año? ¿Con los remanentes de qué salario? ¿Y los que trabajan en precario? ¿Y los parados? ¿Y si la bolsa no sube? Recuerdo que también pensé que la sociedad se enfrenta a un rompecabezas insoluble y que, de todos modos, el beneficiario último de la privatización de las jubilaciones no serían los trabajadores ni las clases medias, sino la industria financiera. No niego la relevancia del ahorro individual, pero sí que conviene relativizar algunos de los dogmas neoliberales. Quiero decir que, detrás de la enorme prosperidad de la segunda mitad del siglo XX, se encuentra también una visión de lo público que exige un espacio propio. La industria privada debe complementarlo, no sustituirlo. Al menos no de una forma tan banal como a veces se pretende desde el poder.

¿Funciona mejor la sanidad privada que la pública? En según qué aspectos quizá sí, aunque globalmente sea discutible. Como mínimo, la experiencia presupuestaria de los Estados Unidos nos demuestra que no es más barata que la europea, sino más bien al contrario. En el caso de las pensiones me temo que sucedería algo similar: unos pocos saldrían ganando frente a una mayoría que no. Pero lo que me interesa destacar es la dificultad de hallar soluciones efectivas. ¿Cómo lograremos mantener la Seguridad Social si la demografía y el crecimiento económico no juegan a nuestro favor? ¿Cómo estimular la productividad en una época marcada por el estancamiento tecnológico y científico, como señala Tyler Cowen? ¿Los beneficios de hoy no equivalen a la carestía de mañana? Muchas preguntas para las que carezco de respuestas convincentes, aunque sí de algunas certezas. La principal es que nos equivocamos al demonizar lo público a la ligera. La segunda se refiere a la importancia crucial del reformismo responsable y de la sobriedad. Y la tercera sostiene que la complejidad de nuestro mundo requiere la colaboración mutua entre lo público y lo privado más que la bipolaridad maniquea de enfrentar a uno contra el otro.