El primero que me sugirió la estrecha relación entre la construcción de los rascacielos y el estallido de las crisis económicas fue Rafael Martínez quien, por cierto, acaba de publicar El manual del estratega en la editorial Gestión 2000, del grupo Planeta. Algunos datos aderezan esta hipótesis: la depresión americana de 1893 coincidió con la inauguración del Pulitzer Building; el Chrysler y el Empire State se terminaron en 1930 y 1931 respectivamente, concordando con el inicio del Crash del 29; mientras que el World Trade Center y la Sears Tower dieron pie a otra crisis rampante y dolorosa como fue la del petróleo en los años setenta del pasado siglo. Desde entonces, las sacudidas periódicas de la burbuja han respondido con precisa exactitud a la proyección babélica del ser humano, como una especie de castigo mitológico. La megalomanía destruye una sociedad, al tiempo que desata algunos de sus peores vicios. Rafael Martínez destaca la conexión entre la ruina económica y la estética fálica del dinero, aunque, bajo otras formas, cabe plantear casos similares: la España de los aeropuertos desiertos, de las sobredosis del AVE -hay que recordar que todavía carecemos de un corredor del Mediterráneo-, del desarrollo urbanístico a costa de los equilibrios medioambientales, del apalancamiento financiero con tasas récord de fracaso escolar. Asimismo podríamos hablar de una década negra que va de la Torre Bankia -el edificio más alto de nuestro país, terminado en 2009- al escándalo de las cajas de ahorro; de Marina d'Or a la proliferación de pistas de Formula 1, con las autonomías quebradas por el delirio de las infraestructuras inútiles. Recordemos el sombrío cuatrienio de Jaume Matas con el Palma Arena, las líneas de metro, la autopista de Ibiza y el ojo arácnido -por suerte jamás realizado- de la ópera de Calatrava. Recordemos la Valencia del derroche - de Zaplana a Camps-, con el aeropuerto de Castellón, Terra Mítica, más Calatrava y la CAM (o Bancaja). Podríamos continuar citando ejemplos, pero pienso que no es necesario. La megalomanía nos destruye a causa de lo que los griegos denominaban hybris, el exceso de orgullo, la desmesura ciega de los poderosos. Y, por supuesto, nosotros somos las víctimas.

A mediados del XIX, Alexis de Tocqueville afirmó que el carácter de los pueblos prevalece sobre sus instituciones. Creo que se equivocaba -o al menos, en parte- ya que cabe argumentar que el buen hacer de las instituciones representa un dique de contención contra las peores tendencias de nuestro carácter. Sin embargo, ¿qué sucede cuando las instituciones se degradan, cediendo al instinto de la desmesura o al de los intereses particulares, faltando a las exigencias del bien común? Los ejemplos históricos son incontables y los efectos, evidentes. Hablábamos de los rascacielos como un símbolo que augura calamidades y de la burbuja del exceso como su equivalente doméstico, en España y fuera de ella. Ahora podríamos mencionar las potencias emergentes del Golfo -Dubai o Qatar, pongamos por caso-, el nuevo highline de las ciudades chinas o el lujo desmedido de los oligarcas rusos. Precisamente en San Petersburgo, Putin acaba de inaugurar el teatro de ópera y de ballet Mariinski II, con un coste de 530 millones de euros. Muestra de la fortaleza económica de las elites, el despliegue de mármoles asiáticos, maderas de haya y sofisticadas cascadas de cristal que revisten el edificio incide menos en la sustancia cultural del país que en la petulante exhibición del capricho. Aquí no se trata de reinventar arquitectónica o urbanísticamente la ciudad del Nevá -un modelo de éxito sería Barcelona-, sino de satisfacer las ansias de grandeza de sus dirigentes, con Putin a la cabeza. ¿Debemos pensar que es un mal augurio económico, como sostiene la hipótesis de los rascacielos? Lo ignoro. Sí creo que nos habla del fracaso de una nación que confunde sus prioridades, dando la espalda a las necesidades más acuciantes de su pueblo, ya sean presentes o futuras. Y tras décadas de despilfarro y comisiones, me pregunto si nosotros habremos aprendido la lección.