A Luis

Cortar el pelo es un acto de una seriedad suprema. Cortar el pelo, sin más. Nada de hacerse cosas raras en él, como hacen Cristiano Ronaldo o Dani Alves, unos diseños que parecen las líneas de Nazca, que uno ve tales bifurcaciones en las cabezas de algunos y tiene la necesidad de acudir a la cábala para tratar de entender qué tipo de mensaje secreto se esconde en tan abigarradas concepciones artísticas que merecerían mostrarse en algunos museos. Cortar el pelo como se hizo siempre es, repito, un acto muy serio y hay que acudir con tiempo disponible y, sobre todo, oídos atentos. A mí, mi peluquero habitual, un viejo conocido, me suministró algunas excelentes anécdotas pero últimamente he descubierto en él algo que me inquieta: lee mis artículos. No es que el asunto me parezca mal porque uno trata de escribir para todo el mundo pero es que este amigo tiene un espíritu crítico demoledor. Abre el periódico, lee un artículo del que éste firma, y recibo bien una llamada telefónica, bien un sms con su juicio. Unos le gustan, otros le parecen flojos y algunos malos. Está en su derecho: uno escribe, mejor o peor, y los demás enjuician lo que uno hace. Por lo general, la gente alaba los artículos que le gustan y silencia piadosamente los que les parecen más flojos. Eso se llama educación y la convivencia se sustenta en buena medida en semejante premisa. No estoy llamando a mi peluquero maleducado; simplemente es de los que no se calla lo que le disgusta. Empieza a atenazarme una duda terrible a la hora de pergeñar mis líneas más o menos habituales: ¿le gustarán a mi peluquero? Eso es espantoso: como si un novelista escribiera en función de los compradores y no de lo que realmente debería escribir. Corrijo mis artículos con ojos de peluquero porque a fin de cuentas estoy en sus manos cada dos meses. ¿Y si un día el artículo le parece tan malo que decide exterminar al escribidor con una cualquiera de las armas que a mano tiene cada vez que caigo por su establecimiento? Por otra parte desconozco sus gustos; a lo mejor hay asuntos acerca de los que quiero escribir que a él le resultan indiferentes. Mis artículos, pues, deben de quedar como una cabeza pulcramente rapada. Me planteo tratar de llegar a un acuerdo noble: que él se abstenga de criticar mis artículos y yo me abstendré, como hasta el momento, de criticar los resultados de su trabajo en las cabezas ajenas. Si él no comenta "vaya artículo más flojo el de ayer en el Faro de Vigo", yo no diré "menuda mierda le hiciste en el pelo a ese cliente". Quid pro quo. Porque en un enfrentamiento entre los dos yo llevaría las de perder: armado con un bolígrafo, poco puedo oponerle a un rival que se maneja con tijeras, navajas barberas y maquinillas eléctricas y, la verdad, tengo no sólo un terror innato a la violencia sino asimismo carezco de madera de héroe. Yo antes no me preocupaba de lo que escribía: sabía que existían probables lectores pero eran lectores anónimos, a los que les gustaría más o menos lo que yo escribiese, pero que nunca me paraban en la calle para juzgar mis artículos pero ahora sé que existe ese lector concreto, con su rostro familiar, con su bata blanca y el habitual peine saliendo por el bolsillo y que, además, guarda un arsenal que lo hace potencialmente peligroso: y ese señor que atesora un armamento bélico de incalculable poder exterminador, abre cada mañana el periódico en el que colaboro, busca mi artículo, lo lee, me manda un sms para enjuiciarlo y, sospecho, cuando no le gusta, afila puntilloso la navaja barbera en la tira de cuero, ris, ris, y yo me echo a temblar. A veces me planteo dejar de escribir.