Es lo que echamos de menos por parte de nuestros políticos desde hace tiempo: que planten de una vez cara a Alemania. Está cada vez más claro que las afinidades ideológicas no cuentan cuando hay intereses nacionales en juego.

¿O acaso creyó alguna vez nuestro hermético jefe de Gobierno que una canciller cristianodemócrata iba a ayudarle a cumplir sus compromisos electorales, empezando por el de reducir el desbocado desempleo, para así poder ganar, otra vez por holgada mayoría, las próximas elecciones?

Desde el principio intuimos algunos que no iba a ser así, y que más le valdría aliarse con otras víctimas de la política de austeridad alemana para hacer todos ellos frente común. Aunque tampoco pusiésemos demasiadas esperanzas en un político tan vacilante como ha demostrado ser el presidente socialista francés, creíamos que valía la pena al menos intentarlo.

"La debilidad de los otros es lo que refuerza a Alemania", declaraba recientemente en una entrevista uno de los hombres que más conocen los dos países centrales de la Unión Europea: el eurodiputado franco-germano Daniel Cohn-Bendit.

Tiene razón el viejo líder de la revolución estudiantil de mayo de 1968: el problema no es tanto el papel hegemónico que ha asumido Alemania cuando la debilidad de sus socios europeos. Algo que aprovecha hábilmente una política que combina un indudable instinto de poder con la obstinación de quienes se creen poseídos de la verdad.

¿Impone acaso a los otros dirigentes europeos, tan educados ellos, el hecho de tener enfrente a una dama que sólo viste pantalones y a un ministro de Finanzas confinado a una silla de ruedas por culpa de un demente hasta el punto de no atreverse a contrariarlos? Tanta pasividad, como la que denuncia Cohn-Bendit, hace tiempo que resulta frustrante.

No se trata por supuesto de pintar a la canciller, como hacen en Grecia, con el bigote de Adolf Hitler, pues son otros tiempos y sobre todo otros medios, esta vez por fortuna pacíficos, los que tiene Alemania de imponer su voluntad al resto del continente.

Pero habría que recordarle a Angela Merkel que en ese club que es Europa todos los socios pagan una cuota, y no deben ser exclusivamente los alemanes, por poderoso económicamente que sea ese país, quienes marquen el paso a los demás.

Porque eso, y no otra cosa, es lo que han hecho hasta ahora ante el silencio cómplice o miedoso, pero en cualquier caso responsable, de los otros gobiernos europeos.

Alemania manda en la política económica del continente sin que parezcan importarle demasiado las desastrosas consecuencias sociales de sus recetas.

Como señalaba el catedrático de economía Jörg Bibow en un reciente artículo en el que animaba al Gobierno de París a plantarse y decirle a la canciller que la estabilidad a toda costa sólo generará más paro y miseria en Europa, el modelo germano sólo funciona si sus socios no se comportan como Alemania.

Es en efecto hora de advertirles a los alemanes de que si quieren seguir exportando y que sus jubilados dejen de preocuparse por sus ahorros , tendrá que haber quienes compren sus productos, y por ese camino, difícilmente va a encontrarlos en Europa. Es hora de plantar cara a Alemania.