La posteridad reivindicará como pensadores superlativos a tres artistas plásticos del siglo XX. A Dalí, Magritte y Escher, necesariamente por este orden. El pintor catalán está siendo desagraviado con una gigantesca exposición en el Reina Sofía. Su inauguración clausura el lapso de incomprensión durante el que sólo Albert Boadella podía cantar irreverente las calidades de un artista hiperfranquista, pues se colocó por encima del diminuto dictador. Dalí diseñó el escaparate del siglo XX. Se concentró en la superficialidad con una profundidad sin precedentes. Una vez que el ingenio ha reemplazado al arte, Ai Weiwei, Maurizio Cattelan y su caterva de seguidores ejecutan una revisión pueril o contada a los niños de las incorporaciones dalinianas. Los ingeniosos deberán recordar siempre que el virtuosismo técnico no es el único mecanismo que les separa del original, ya instalado como un clásico del primitivismo.

El escaparate de Dalí resume el contenido de su obra en una persona que contempla la obra de Dalí. Domina la sorpresa como infalible estrategia de seducción. La transgresión enfunda sus colmillos bajo una sonrisa, el artista finge explicarse en un castellano de pegajoso acento catalán. No va a la zaga de Buñuel o Lorca, pero a cada obra se le reclaman los análisis de limpieza de sangre ideológica. El método "paranoico crítico" contenía los principios teóricos de Dalí, una estética a la altura de La obra de arte del futuro wagneriana. Nadie se atrevía a preguntar, previendo una boutade. Sin embargo, esa extraña jerga define la sociedad contemporánea con notoria precisión. Andrew Grove, cofundador de Intel en el epicentro del seísmo tecnológico, titula sus memorias Sólo los paranoicos sobreviven. La diferencia es que ya nadie bromea con el concepto. El Dali Lama no sólo pavimentó Nueva York como la autopista hacia la celebridad que gestionó con pericia. Hizo realidad sus sueños junto a los artistas contemporáneos, y fue lo bastante competitivo para alejarlos de sí cuando amenazaban con oscurecerle, véase su célebre hoja de valoraciones de los grandes maestros de la pintura.

Al igual que sucede con la mayoría de escaparates, siempre surge una desproporción entre el deslumbrante envoltorio y la frustración de los contenidos. Por ejemplo, los relojes blandos recrean la relatividad einsteiniana, pero su tamaño discreto provoca una íntima decepción no siempre confesada, cuando sorprenden al visitante del MoMA. Por fin se libra a Dalí de su permeabilidad a la dictadura, pero jamás se le disculpará que en él fluyeran con facilidad las imágenes que otro no concebiría en cien vidas.