No es la primera vez que lo pienso, pero me lo ha recordado lo que acaba de ocurrir en ese país al que de niños solo identificábamos por el bacalao que nos traían de sus lejanas aguas.

Me refiero al resultado de las últimas elecciones en Islandia, donde los votantes acaban de expulsar del poder a la izquierda y han vuelto a colocar en él a la misma derecha que llevó al país al colapso económico de octubre de 2008.

Socialdemócratas y ecologistas, en el Gobierno desde 2009, han perdido ahora la mitad de los votos. Los socialdemócratas, que habían sido entonces la fuerza más votada, bajaron al tercer puesto, y vuelven a dominar el derechista Partido de la Independencia y su viejo aliado, el llamado Partido Progresista.

No parecieron agradecer los islandeses los esfuerzos de la coalición de izquierdas para defender al país frente al litigio por las indemnizaciones a los ahorradores extranjeros -británicos y holandeses- que habían depositado su dinero en el banco Landsbanki, que terminó quebrando y tuvo que ser nacionalizado.

Los electores parecieron haberse olvidado de pronto de cómo los tres bancos principales del país habían alimentado una burbuja crediticia que había hecho creerse ricos de pronto a los 300.000 habitantes de esa isla.

Yo vivía entonces en Londres, y todos los días, al repasar la prensa, leía los reportajes que dedicaba a los que llamaba los "Viking raiders" (incursores o asaltantes vikingos), llenos de elogios hacia personajes como Jón Ásgeir Jóhannesson, que compraba, una tras otras, las más importantes cadenas de confección británicas.

La prensa británica, sobre todo la económica, no ocultaba su admiración por la osadía mostrada por ese joven empresario, del que se elogiaba incluso su aspecto de estrella del "rock", a través de su vehículo inversor, el grupo Baugur, y que ha terminado condenado este año a una pena de prisión por evasión de impuestos.

Fascinaba sobre todo a muchos cómo un pequeño país de 320.000 habitantes se había convertido de pronto en uno de esos tigres dispuestos a saltar sobre cualquier presa que se colocase a su alcance. La parte superior de la isla tiene incluso la forma de cabeza de ese felino.

¿No eran también los tiempos en los que se hablaba con idéntica admiración de Irlanda, hoy en el lamentable estado que conocemos, como el tigre celta?

En aquellos años de crédito fácil y endeudamiento por las nubes, nadie pareció dar importancia, hasta que ya fue demasiado tarde, al hecho de que los tres mayores bancos islandeses llegasen a acumular una deuda diez veces superior al Producto Interior Bruto del país.

Tampoco pensaron demasiado en esas cosas los cientos de miles de ahorradores extranjeros, irresponsablemente atraídos por los elevados intereses que prometía el Landsbanki. Luego serían indemnizados completamente por sus gobiernos, el de Londres y el de La Haya, que, para resarcirse, reclamarían la correspondiente compensación al de Reikiavik.

El resultado es sabido: el Gobierno islandés aceptó en un principio pagar esas compensaciones. Los ciudadanos se negaron y exigieron un referéndum, que ganaron. Y un tribunal europeo acaba de darles la razón. Lo que ayudó al Partido Progresista, que defendió el que no se pagase.

Los aumentos de impuestos y otras medidas impopulares para atajar el fuerte endeudamiento, que tanto gustaron al FMI, no ayudaron a la izquierda. Pudieron más las promesas de la derecha de renegociar con los fondos de alto riesgo con activos en la banca la pesada deuda familiar, de en torno a un 100 por ciento del PIB.

Los electores parecieron olvidarse de pronto de quiénes los habían conducido en primer lugar al desastre. Y los volvieron a votar. Seguramente añoraban aquellos años en los que sentían que podían comprarlo todo.