Mal, muy mal van las cosas entre dos países cuando el resquemor llega hasta una exposición de arte que quería, sin embargo, acercar a los dos pueblos.

Es lo que está ocurriendo con la que dedica el museo del Louvre al arte alemán desde 1800 hasta 1939, es decir desde el romanticismo hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial.

Titulada "De l´Allemagne", como el célebre libro de Madame de Staël sobre el país vecino, la exposición ha suscitado críticas en la prensa alemana, que acusa a la parte francesa de reavivar viejos clisés sobre el nacionalismo teutón.

La crítica germana se ha quejado de que la exposición, que incluye desde artistas románticos como Caspar David Friedrich o Philippe Otto Runge, simbolistas como el suizo Arnold Böcklin, expresionistas como Otto Dix o Max Beckmann, hasta la cineasta favorita de Hitler Leni Riefenstahl, busque una cierta continuidad entre el romanticismo alemán y el nacionalsocialismo.

Ha tenido que salir a la palestra uno de los organizadores franceses, el hasta hace unos días presidente del Louvre, Henri Loyrette, para rechazar esa interpretación supuestamente sesgada de una exposición organizada por comisarios de ambos países.

La alianza franco-germana, clave de bóveda del edificio europeo, se resquebraja, y las consecuencias están a la vista. Quedaron muy atrás los tiempos en los que un presidente francés, el socialista François Mitterrand, y un canciller alemán, el demócratacristiano Helmut Kohl, juntaban sus manos en el cementerio de Verdún para simbolizar la definitiva reconciliación entre quienes fueron enemigos en dos guerras mundiales.

La foto que recuerda aquel simbólico gesto, tantas veces reproducida por la prensa, como la de otro canciller, el socialdemócrata Willy Brandt arrodillado en el gueto de Varsovia, en gesto de pedir perdón por los crímenes nacionalsocialistas, provoca una fuerte nostalgia en quienes siguen -seguimos creyendo- en la idea de Europa.

Está cada vez más claro que vivimos otros tiempos y la líder alemana y el presidente francés no se entienden. Los signos son cada vez más claros y, por ello, preocupantes.

La canciller no parece tolerar que ningún otro dirigente europeo, aunque sea de un país del peso político, más que no económico, de Francia, contraríe sus deseos de ver a toda Europa seguir el camino por ella trazada de austeridad a toda costa.

Los embajadores alemanes en otras capitales europeas no se cansan de advertirle a su Gobierno de que crecen en todas partes y de modo peligroso los sentimientos anti-germanos. Pero las diplomáticas advertencias se estrellan contra una dirigente a la que parece serle totalmente ajeno cualquier sentimiento paneuropeo. Debe de ser su educación germano-oriental, unida a su rigorismo luterano, peligrosa combinación donde las haya.

Hollande no parece por su parte haberle perdonado a la canciller que no le recibiese en Berlín durante su campaña para llegar al Elíseo. O que hace un par de semanas invitase al euroescéptico primer ministro británico y a su esposa a la casa de huéspedes del Gobierno de Berlín sin que haya tenido hasta ahora un gesto similar hacia el francés y su pareja.

Haciéndose sin duda intérprete del malestar del Gobierno, la dirección del Partido Socialista francés llegó a hablar en un documento de "intransigencia egoísta" de una canciller que "solo piensa en los ahorros de los ciudadanos alemanes, en la balanza de pagos y en las próximas elecciones".

El Gobierno germano no tiene el mínimo empacho en leerle la cartilla al de París, insistiendo una y otra vez en que Francia tiene que "reformar" su anquilosada economía, naturalmente en la dirección que quiere imponer Alemania, mientras que los franceses acusan a sus vecinos de ser no solo los mayores beneficiarios de la crisis, sino también, con su insufrible intransigencia, los máximos responsables de que los otros países no salgan de ella.