Si te asomas a la ventana, ves pasar a la gente al modo que, si te asomas a la cabeza, ves pasar las ideas. La gente, siendo más entretenida que las ideas, también cansa. Yo pertenezco a una generación con muchas horas de ventana. Te asomabas a las cinco o las seis de la tarde y permanecías allí, con los codos apoyados en el alféizar, hasta la hora de la cena. Para no desfallecer, contabas, por separado, el número de hombres y de mujeres y con ello hacías tus propias estadísticas. Estadísticas locas, como pueden ustedes suponer, aunque no mucho más que las que hacen ahora los expertos. La gente pasaba y pasaba y llegaba un momento en que, aunque seguía pasando, tú dejabas de verla porque sin darte cuenta, en una suerte de movimiento extático, habías vuelto la mirada hacia el interior de ti. Entonces, en vez de ver pasar hombres y mujeres, veías pasar ideas.

Las ideas, como algunos microrganismos, eran filiformes y estaban dotadas de flagelos vibrátiles gracias a los cuales iban de un lado a otro de la cabeza o daban vueltas alrededor de ella. Había ideas obsesivas, que estaban siempre allí, con independencia de la hora a la que te asomaras, e ideas que aparecían y desaparecían. Las había lentas y rápidas, despiertas y dormidas. En general, cada una marchaba por su lado, sin llegar a formar un tejido, como sucede en los grandes sistemas filosóficos, donde unas ideas se cruzan con otras y al final forman un tapiz. Yo nunca logré formar un tapiz. Tan pronto pasaba por la cabeza la idea suelta de hacerme una pistola con dos pinzas de tender la ropa como la de escupir sobre los viandantes. Ideas idiotas, ya ven, propias de una infancia atroz a la que sobreviví malamente, con muchas secuelas. También pasaban de vez en cuando ideas criminales, ideas de francotirador. Apuntabas y, pum, pum, te cargabas imaginariamente a un vecino.

De tanto asomarnos a la ventana, y a la cabeza, nos quedamos (plural de autor) un poco pasivos. Un poco perplejos. No comprendíamos la calle, pero tampoco comprendíamos la mente. Ahora se asoma uno a los periódicos con idéntico estupor. ¿Pero qué pasa ahí fuera? ¿Qué es todo ese desfile de noticias sin orden ni concierto? ¿Por qué el mundo es tan caótico?