La tele no se dio prisa para convencernos de que la permanencia de Juan Pablo II en el poder durante su penoso declive y trabajosa agonía estaba cargada de un hondo significado teológico y humano que servía de ejemplo de humildad y entrega a los demás. El proceso se alargó tanto que tuvo meses de sobra para hacer con eficacia su labor pastoral cada vez que conectaban con cualquiera de las muchas ceremonias del calendario litúrgico del Vaticano.

Hubo más urgencia con la renuncia de Benedicto XVI. Como fue una sorpresa y los cotilleos sobre el cónclave se les echaban encima, la tele tuvo que darse prisa para convencernos de que la retirada de Benedicto XVI del poder antes de su penoso declive y trabajosa agonía estaba cargada de un hondo significado teológico y humano que servía de ejemplo de humildad y entrega a los demás.

Ahora estamos en esa fase en la que la tele nos cuenta cómo cada palabra y cada gesto del nuevo Papa Francisco posee un hondo significado teológico y humano que llena de amor y esperanza nuestros corazones. Lo que no sabría decirles es si está durando más o menos días que aquella fase en la que la tele nos contó cómo cada palabra y cada gesto del nuevo Papa Benedicto XVI poseía un hondo significado teológico y humano que llenaba de amor y esperanza nuestros corazones.

Tanta unanimidad recuerda aquellos días en que la tele cantaba que el Príncipe Felipe había elegido como esposa a la mujer más maravillosa, guapa, mejor periodista e insuperable presentadora de informativos del universo mundo. Por supuesto, ni en este caso ni en los anteriores hay tongo, así que cabe preguntarse si el Príncipe es tan infalible al elegir como lo es el Espíritu Santo. En efecto, ninguno de los 114 cardenales de los que no se fio el Espíritu Santo y perdieron el cónclave lograría la hondura teológica y humana que logra Francisco, igual que ninguna otra mujer en el mundo habría logrado el amor de sus súbditos con la rapidez con que lo consiguió Letizia.