Semana de cambios la que hemos vivido: por un lado, la proclamación de Jorge Mario Bergoglio como Papa de la Iglesia; por otro, el traspaso de poder a la nueva cúpula china, con el enigmático Xi Jinping a la cabeza. Dos figuras renovadoras que han estrenado su cargo apelando a la reforma, la justicia social y la lucha contra la corrupción. Dos figuras, además, que ejemplifican de algún modo el anochecer de Europa, la alargada sombra que se cierne sobre el Viejo Continente. La globalización ha traído consigo una multipolaridad de ida y vuelta, a falta de un único eje. Desde el Concilio Vaticano II, la visión romana del catolicismo se ha abierto paulatinamente a una creciente internacionalización, consecuencia de la actual realidad geográfica: mientras la Europa cristiana languidece, se incrementa el número de bautizados africanos, asiáticos y americanos. Era cuestión de tiempo que se consolidara esta tendencia y que la mirada del Sur adquiriera una renovada presencia en la sede petrina. Del Papa Francisco -de lo que puede suponer para la Iglesia- se puede decir aquello de "nulla dia sine linea", en el sentido de que no pasa un solo día sin que leamos alguna información nueva sobre el pontífice romano. Escasean, en cambio, los análisis sobre el recambio del gobierno chino, llamado a protagonizar el rediseño económico de este siglo junto a los EE UU.

¿Qué sabemos de Xi Jinping? Pocas cosas, en realidad. El prestigioso líder singapurense Lee Kuan Yew confiaba hace unos meses en una entrevista publicada en el libro The Grand Master's Insights on China, The United States and the World que Xi Jinping es un hombre reservado e imperturbable "cuya sonrisa resulta siempre agradable, tanto si lo que le han dicho resulta complaciente o no. Su alma es de acero, incluso más que la de su predecesor Hu Jintao". La obsesión china -afirma Kuan Yew- es convertirse en la mayor superpotencia mundial, un poder que se manifestará -ya lo hace- desde el dominio económico que ejerce sobre sus vecinos y, de modo progresivo, sobre el resto del planeta. ¿Quién sostiene, por ejemplo, la deuda europea y el crédito americano? Básicamente, el ahorro que proviene de Asia. El acceso a las materias primas se ha convertido en otra de sus inquietudes -de ahí el protagonismo inversor cada vez más significativo en África y América del sur-, al igual que doblar cada década el PIB del país. Esto implica que, en apenas veinte o treinta años, China será ya la nación más rica del mundo, aunque millones y millones de sus habitantes sigan viviendo en la pobreza. Una superpotencia sin democracia -al menos, en su sentido, liberal parlamentario-, con instituciones legales débiles y notables desajustes sociales, ¿se puede mantener? Una facción minoritaria de la inteligencia occidental cree que no y augura un futuro colapso político. La pregunta es hacia dónde se dirige Xi Jinping. ¿Hacia una reforma pautada y gradual que traiga consigo un mayor número de libertades a medio plazo? No lo creo. ¿Apertura de mercados, liberalización económica, autoritarismo frente a la corrupción y un mayor respeto a los derechos humanos, quizás como concesión a Occidente? Seguramente.

Para Lee Kuan Yew, el principal error que puede cometer Occidente es pretender aislar al nuevo gigante asiático por cálculos morales, económicos o políticos. Caer, por ejemplo, en la tentación proteccionista de cerrar el mercado atlántico a las manufacturas chinas. Por el contrario, un acercamiento que ayude a integrar todavía más las respectivas economías de las grandes potencias facilitaría los movimientos de cooperación y de amistad. Regreso al pragmatismo de la realpolitik: no existen alternativas a la globalización, ni tampoco se puede frenar el desarrollo explosivo de un gigante demográfico como el chino. Las dificultades de gestionar el mapa global -en un contexto de creciente unificación- son obvias. La Iglesia ya ha hecho su lectura, eligiendo al primer papa americano. Del mismo modo, cada vez oiremos hablar más de Xi Jinping y de lo que su poder representa para nosotros.