Reunir esas tres palabras en una frase era algo habitual tras la Segunda República Española y hasta el año 1970, pues quienes estaban incursos en los llamados "estados peligrosos" que definía la Ley de Vagos y Maleantes (de 4 de agosto de 1933) solían precisar los servicios de un abogado. Pero cinco años antes de morir el dictador, esta norma jurídica fue derogada por la Ley 16/1970, de 4 de agosto, de peligrosidad y rehabilitación social, dictada con una finalidad modernizadora de la anterior y que ya había sido modificada durante el franquismo (entre otras cosas para introducir la homosexualidad como situación de peligrosidad social, nada menos). Evidentemente, ambas leyes eran hijas de su tiempo y su espíritu y finalidad estaban íntimamente ligados al régimen político y al momento histórico en que fueron gestadas, por lo que el juicio que hoy se pueda hacer de las mismas no puede perder de vista esa dimensión histórico-política. Sin embargo, los principios y valores sobre los que hoy se asienta nuestra convivencia resultan incompatibles con los que inspiraron la regulación republicana y, aun en mayor medida, la legislación tardo franquista, por lo que ninguna añoranza se debe tener actualmente por leyes discriminadoras en relación con el origen o situación social (mendicidad), la condición sexual (homosexualidad), la moralidad, ética personal y manera de ser ("vagos" o "quienes se comportaren de un modo insolente, brutal o cínico") o, incluso, las compañías frecuentadas ("trato asiduo con delincuentes y maleantes"). Resulta impensable que se puedan aplicar medidas de seguridad a quienes manifiesten "peligrosidad social" y únicamente la peligrosidad criminal postdelictiva pudiera justificar la adopción de alguna. Por eso no deja de ser llamativo el discurso de la defensa (añorante de la Ley de Vagos y Maleantes) en un caso que se ha sometido a enjuiciamiento en la capital de España estos días pasados, el de unos desalmados que al parecer apalearon en 2009 a un mendigo que dormía en un fotomatón y al que causaron graves lesiones y secuelas. Dice el nostálgico abogado de los imputados, entre otras "perlas" poco cultivadas, que los vagabundos no son personas humanas, sino cánceres de la sociedad que deberían ser extirpados, pues la mierda siempre se ha recogido. Parece que ese papel de limpiadores sociales le correspondería a sus patrocinados, los cuales estarían autorizados a emplear cualesquier métodos a su alcance como la agresión física. Pues bien, el calificativo que merece esa postura ya se lo habrán puesto ustedes, por lo que ahorraré espacio para centrarme, pura y simplemente, en los límites que debe tener el derecho de defensa y en la deontología profesional de los abogados.

Es sabido que en el campo forense se permiten ciertas licencias que más allá del foro podrían hasta ser constitutivas de delito. Así, es factible que un letrado, para defender a su cliente, acuse a otro ciudadano de la comisión del delito, ponga en entredicho su versión, manifieste dudas acerca de su moralidad u honorabilidad, etc. Dichas afirmaciones podrían constituir otros tantos delitos de acusación y denuncia falsas, injurias, etc., pero tales hechos no se persiguen, sencillamente, porque resultan amparados por la eximente de obrar en cumplimiento de un deber o en el ejercicio legítimo de un derecho, oficio o cargo. De todos modos, esa causa de permisión no puede convertirse en una patente de corso para decir cualquier cosa que se le antoje a un abogado, pues más allá del derecho de defensa subsiste la protección de otros bienes jurídicos. De manera que si el informe del letrado resulta extravagante en relación con los parámetros razonables de una determinada línea defensiva, esa acción no queda amparada por la excusa a que nos hemos referido.

Pero al margen del derecho de defensa, está la cuestión deontológica, la cual tiene un reflejo normativo en el Estatuto General de la Abogacía Española (RD 658/2001, de 22 de junio). Conviene tener presente su artículo 33.2, que tras proclamar la libertad e independencia del abogado en el cumplimiento de su misión, matiza que resulta limitada por la Ley y por las normas éticas y deontológicas. Pero más significativos son aún los arts. 42 y 43. El primero alude a la relación del letrado con la parte por él defendida, cuyo principal compromiso es el cumplimiento de la misión de defensa que le sea encomendada con el máximo celo y diligencia y guardando el secreto profesional. Para ello, debe realizar diligentemente las actividades profesionales que le imponga la defensa del asunto encomendado, ateniéndose a las exigencias técnicas, deontológicas y éticas adecuadas a la tutela jurídica de dicho asunto y asumir las responsabilidades civiles, penales y deontológicas que, en su caso, le correspondan. Por su parte, el art. 43 describe las obligaciones del abogado para con la parte contraria, que circunscribe en tratarle de manera considerada y cortés, y en abstenerse u omitir cualquier acto que determine una lesión injusta para la misma.

Pues bien, a la vista de la estrategia procesal seguida por el letrado al que nos estamos refiriendo y, de ser cierto lo que se ha publicado por diversos medios, creo que se le podrían exigir al mismo tres clases de responsabilidades: penales, por la posible comisión de un delito de provocación a la discriminación del art. 510 del CP; civiles, en relación con su/sus clientes (por los pobres resultados que su errónea defensa va a desplegar sobre su situación procesal) y en relación también con la víctima de estos, cuyo honor y dignidad han sido nuevamente vituperados; y, finalmente, disciplinarias, ex art. 80 y siguientes del citado Estatuto, por parte del Colegio de Abogados al que pertenece. Y es que hay añoranzas que es mejor ocultar.

*Magistrado