Ha tenido que ser Europa quien viniera a deshacer un gravísimo entuerto, a corregir una injusticia que no se habían molestado en resolver sucesivos Gobiernos de este país. Me refiero, claro está, a la sentencia del Tribunal de Justicia de Luxemburgo relativa a la legislación española sobre préstamos hipotecarios y desahucios, de la que dice que no ampara suficientemente a los consumidores y permite los abusos que hemos visto en los últimos años y algunos de los cuales han terminado en evitables tragedias.

De nuevo se ha puesto de manifiesto cómo los Gobiernos, y desgraciadamente no sólo los conservadores, sino también los de una izquierda que parece haberse olvidado de sus raíces, han antepuesto los intereses de la banca a los derechos de los ciudadanos, que se habían comprometido, sin embargo, obligados a defender.

Y una vez más hemos visto cómo un órgano europeo ha cumplido cabalmente el papel que se esperaba de él, reparando la intolerable dejación de nuestros legisladores y permitiendo que en adelante los jueces españoles puedan frenar al menos los más intolerables de los desahucios.

Tras lo ocurrido, dan ganas de gritar: "Gracias, Europa". Porque el Tribunal autor de la sentencia ha demostrado una vez más que Europa no es sólo la antipática Alemania de Angela Merkel, una política inflexible que se ha empeñado en marcarles el paso a los demás dirigentes europeos.

Europa es mucho más que unos líderes pusilánimes e incapaces de plantarle cara a una canciller que parece sólo atenta a sus miopes intereses nacionales. Mucho más que una Comisión no electa presidida por un político gris cuyo nombramiento se debió en su día a un triste compromiso. Más que un Banco Central erigido, a imagen y semejanza del Bundesbank alemán, en guardián de la ortodoxia antiinflacionista.

Europa ha sido para nosotros -conviene no olvidarlo tampoco en estos momentos de general desánimo- motor de desarrollo en el postfranquismo, eficaz barrera frente a tentaciones involucionistas y, como acabamos de ver una vez más ahora, garantía de una mejor protección de nuestros derechos como ciudadanos y consumidores.

Necesitamos más, y no menos Europa. Pero esa Europa que queremos no es la del británico David Cameron, mero espacio de libre comercio donde se merman cada vez más los derechos laborales para competir mejor con países que están aún muy lejos de cumplir nuestros estándares.

Debe ser esa Europa mucho menos neoliberal y más social y transparente, donde no haya que elegir entre defensa del euro y democracia. Una Europa que no siga siendo rehén de los poderes financieros y los mercados y en la que la política recupere su poder regulador de unos y otros.

Una Europa con más órganos, entre ellos la presidencia de la Comisión, democráticamente elegidos, un Parlamento muy reforzado y que sea capaz de decirles bien alto a unos Gobiernos faltos de ideas y acostumbrados a los pactos en la oscuridad que sí hay alternativas. Ésa, y no otra, es la Europa que queremos.