Si algo bueno ha traído la crisis de todo es un crecimiento de la intolerancia ante los indicios de suciedad; otra cosa es que nos mareen lo suficiente para evitar que la indignación se traduzca en acción. Pero la sensibilidad está ahí. Hace once años, en 2002, Ismael Álvarez esperó a ser condenado por acoso sexual para abandonar la alcaldía de Ponferrada que ocupaba por el PP. Nada de dimitir a la primera sospecha fundada. Nada de hacerlo en el momento de ser procesado, o cuando se dictó la apertura de juicio. Álvarez y el PP consideraron correcto mantenerse en el poder mientas se instruía el sumario y se celebraba la vista. Solo tras la condena Álvarez dimitió. Y luego fundó su propio partido. Y consiguió ser la tercera fuerza del ayuntamiento con los votos de varios miles de convecinos. Así han andado las cosas durante demasiados años: con una gran tolerancia hacia lo impresentable. Es en este clima donde han prosperado los apaños, las pequeñas corruptelas y las grandes martingalas que ahora tanto nos escandalizan, pero que hace dos días considerábamos casi normales. La maldita crisis nos tiene enrojecida la piel social y reducida la tolerancia casi a cero. En primer lugar, en lo dinerario, pero ya puestos, en todo. Nos hemos vuelto unos intolerantes, lo cual no es malo cuando la víctima es el poder. Pero los viejos partidos no se enteran, como acaba de demostrar el PSOE en el caso de Ponferrada. Ha sido necesario esperar al gran revuelo mediático para que Ferraz cayera en la cuenta que hoy, en marzo del 2013, no es de recibo conquistar una alcaldía con el apoyo de un convicto de acoso. Aunque sea concejal con los votos 5.719 vecinos. Pérez Rubalcaba y Óscar López han reaccionado tarde y mal porque tienen las terminaciones nerviosas embotadas por los hábitos pasados. No ven, no oyen, no palpan. No se mueven hasta que la fuerza de la ola los arrastra. Comparten el síndrome descrito con otras grandes y antiguas formaciones, compañeras en el viaje hacia el fondo de sus miserias. Lo que ayer fue ventaja puede ser hoy un lastre, y si el modelo de partidos diseñado en la transición evitó vacíos institucionales en el cambio de régimen, ha llegado el momento de agradecerle los servicios prestados. Hay una nueva ciudadanía a la que no se puede exigir indulgencia apelando al fantasma de Franco o al recuerdo de Tejero. Exige una democracia limpia y los grandes partidos le están fallando estrepitosamente.