Mientras cae una tromba de agua, en una autovía, un médico y un óptico me cuentan los últimos casos que han visto. El médico -traumatólogo- relata el caso de un chófer de un organismo público que tenía una lesión en la rodilla y que le exigió -no le pidió ni le sugirió, sino que le exigió- un parte de baja que le permitiera tramitar la incapacidad permanente. El chófer, por lo que me cuenta el médico, está en condiciones de trabajar, y tenía un puesto fijo -un milagro en estos tiempos-, pero prefería acogerse a la baja definitiva y retirarse a descansar, como hacían aquellos veteranos de guerra romanos que recibían una parcela de tierra después de haber combatido por Roma. Y cuando el médico termina, el óptico cuenta la historia de una chica que perdió la visión de un ojo en un accidente, y que también le pidió un parte de baja que certificase la ceguera total en los dos ojos, para así poder obtener también la incapacidad permanente y retirarse a descansar.

Por alguna extraña razón, nadie habla de estas cosas, o si lo hace, nunca les da la importancia que se merecen. La incapacidad permanente se paga con los fondos de la Seguridad Social -el mismo dinero que tiene que hacer frente a las pensiones de jubilación y a las prestaciones de desempleo- así que esta clase de fraudes perjudican a los pensionistas y a los parados -es decir, a los más desfavorecidos de nuestra sociedad-, pero existe una especie de tabú que impide criticarlos, con el tácito argumento de que la gente que los comete tiene pocos medios económicos y al fin y al cabo sólo hace desaparecer pequeñas cantidades de dinero. Recuerdo que hace unos años se juzgó a una red de falsificadores de bajas por incapacidad permanente en la que estaba implicada la mujer de Jesulín de Ubrique junto con algunos médicos y policías locales, pero el caso no pareció tener mucha repercusión porque seguimos sin darle importancia a esta clase de fullerías. De una forma u otra, consideramos que son meras debilidades humanas o simples artimañas que no perjudican a nadie. Y por lo demás, ¿qué son estos engaños veniales si se comparan con los latrocinios a gran escala de los urdangarines y los bárcenas, o esos saqueadores de las cajas de ahorros que encima tuvieron la desvergüenza de concederse jubilaciones e indemnizaciones gigantescas después de haberlas arruinado con sus inversiones disparatadas?

Todos estamos de acuerdo en que son excesivas las políticas de austeridad que nos dictan los severos luteranos del norte -alemanes, holandeses y fineses, sobre todo-, pero también me pregunto si no hemos hecho méritos suficientes para que se desconfíe de nosotros y se nos considere una sociedad de irresponsables y de engañabobos en la que siempre se acaba premiando a los tramposos. Es cierto que las víctimas de estas políticas de austeridad rigurosa son los que menos tienen, y que eso supone una injusticia flagrante, pero deberíamos preguntarnos por qué somos una sociedad tan indulgente y tan comprensiva con los pequeños latrocinios y con las pequeñas estafas que siempre se hacen a costa del dinero público. Una de las cosas que más te llama la atención cuando entras en una iglesia protestante es que las paredes están desnudas y apenas hay ornamentaciones ni estatuas. Pero cuando entras en una iglesia católica -y no digamos ya si es barroca- te encuentras con una decoración exuberante a base de columnas salomónicas, molduras relucientes y cúpulas policromadas, como si esos edificios chorrearan una especie de opulencia multicolor. Y no me cabe la menor duda de que los Estados modernos -en los países católicos del Sur de Europa- han sustituido en el imaginario popular el papel que antes representaban la Iglesia y la aristocracia, así que la clase política se limita a ejercer la misma prodigalidad fría y distante -a cambio de sumisión y obediencia- que antes ejercían los nobles y los grandes eclesiásticos.

Por eso hemos heredado una cultura que nos permite exigirle al Estado cualquier clase de gasto, sin que a nadie se le ocurra preguntarse si esos gastos son razonables. Y por eso tenemos comunidades autónomas que sostiene económicamente a los clubes de fútbol cargados de deudas, sin que nadie parezca reparar en el disparate. Y luego nos quejamos de que desconfíen de nosotros, cuando la verdad es que hacemos muy poco para evitar que se nos trate así.