Qué enorme placer producía ver en una foto publicada este fin de semana en nuestra prensa las caras nuevas y frescas de unos diputados electos en Italia como parte del triunfante Movimiento Cinco Estrellas.

Eran jóvenes profesionales de ambos sexos, tal vez alguno de ellos sin trabajo, como muchos de los que hemos visto en nuestro país integrar el movimiento 15-M. ¡Qué contraste frente a ese redomado bribón de la política llamado Silvio Berlusconi!

Indignados porque los periodistas se dirigiesen a ellos como diputados, los "grillini" reivindicaban el apelativo de "ciudadanos", como en la República francesa. ¿Cuántos de los políticos profesionales de ese país merecen realmente el tratamiento de "onorevole" (honorable) si es que esa palabra quiere decir algo?

Siempre me ha parecido el colmo del sarcasmo el que a Berlusconi se le llame "il Cavaliere", al que ese evasor compulsivo de la justicia tiene al parecer pleno derecho por haber recibido la medalla al mérito en el trabajo de su país.

No entiendo en cualquier caso que se hable de la "amenaza" de que el "virus" de los llamados "grillini", por su rostro más conocido, el cómico Beppe Grillo, vaya a contagiar a Europa. Es como ponerse la venda antes de la herida.

¿No vamos a darles siquiera una oportunidad cuando los otros han demostrado suficientemente lo que dan de sí? Basta leer los artículos que el semanario "L'Espresso" ha dedicado últimamente a la podredumbre de la clase política italiana o a la descarada compra de votos en las últimas elecciones. Eso sí que es una amenaza real para la democracia.

Si algo nos dice el espectacular resultado alcanzado de la noche a la mañana por el Movimiento Cinco Estrellas en Italia -un 25,5 por ciento de los votos, más que ningún otro partido-, sin apoyo oficial y con perfectos desconocidos en sus listas, es lo que supone de advertencia para España.

Es cierto que aquí no se ha llegado al extremo de desconfianza en las instituciones del Estado que en Italia aunque nos adentramos peligrosamente por esa senda.

El distanciamiento de los grupos políticos de las preocupaciones reales de la gente, la falta de empatía con el ciudadano, la defensa de los intereses partidistas, el clientelismo, la alergia a las nuevas ideas, la opacidad, el aferramiento al poder, la insistencia en la cohesión interna y el castigo de toda disidencia, todo ello hace necesario un enorme vuelco si es que queremos salvar la democracia.

Y ese vuelco tiene que ser mayor todavía en los partidos de izquierda que en la derecha porque ésta ha tenido siempre muy claro dónde estaban sus intereses -privatizarlo todo, por ejemplo- y los ha defendido siempre con tesón y la necesaria dosis de cinismo, aunque muchos que la votaron, equivocados o no, se confiesen hoy engañados y arrepentidos de haberlo hecho.

Pero la izquierda, al menos la que nos ha gobernado, ha terminado defraudando profundamente a quienes confiaron en ella. Los ha defraudado por no haber atajado a tiempo los desmanes de la banca, por su pusilanimidad frente al gran capital, pero también frente a la Iglesia, por sus bandazos en política exterior -su sumisión frente a Washington en el tema del escudo antimisiles-, por la falta de democracia interna, por no haber sabido impedir también la existencia de corruptos en sus filas y no haber actuado con firmeza contra ellos.

Por ésas y otras muchas cosas, o la izquierda tradicional se regenera desde dentro y además rápidamente, lo cual me parece harto difícil si se han de soportar las mismas caras y los argumentos de siempre, o habrá que empezar a construir algo nuevo como vemos que está ocurriendo ya en Italia. Es ciertamente un peligro, pero que abre al mismo tiempo una oportunidad. Se trata de salvar la democracia.