Toda conversación entre seres humanos arranca de la hipótesis sobre la atracción mutua que pueda desencadenar. La regla básica de etiqueta plantea cuál es el momento óptimo para enturbiar la charla recién iniciada con una persona desconocida que desprende buenas vibraciones, introduciendo la existencia de una pareja sentimental previa. La nada inocente alusión a "mi marido" o "mi compañera" alterará sísmicamente las coordenadas del intercambio verbal. Lo arruinará para la eternidad, en la mayoría de ocasiones. En la conversación con un extraño, el verdadero extraño es la pareja habitual. De hecho, la semiología de las relaciones humanas interpreta la especificación del estado civil de uno de los contendientes como una anulación cuidadosa de cualquier sensibilidad hacia el interlocutor. Supone un abandono prematuro de la conversación, sin desbaratar la ficción de que se sigue conectado. Se trata de una versión elaborada del "¿por qué no te callas?". Por explícita y reiterada que sea la mención a "mi novio", no escasean los imbéciles -porque siempre son "ellos"- que interpretan la aniquilación del futuro como la expresión de un interés adicional. Según esta tesis de eternos adolescentes, "ella" -por que a menudo son ellas- citan a "mi compañero" para conjurar la pasión que empiezan a sentir, y que arrebola sus mejillas. Ignoran que se trata de las mismas reacciones fisiológicas que desencadena un latoso. Nos apartaremos como de costumbre del delirio romántico que asocia la mención a la pareja estable con un escudo que no pretende disuadir al otro, sino inspirarle a que redoble sus esfuerzos y remonte la flaqueza propia. La navaja de Occam nos obliga a apostar por la solución más sencilla. Si la persona desconocida con la que florecía una complicidad invoca el auxilio de su pareja, el romance ha acabado por mucho que te afanes. A partir de este momento, no puedes decirle nada que no te atreverías a manifestar en presencia de su pareja. Ya eres como de la familia. Una mascota, si te vale.