No corren buenos tiempos para la lírica político-representativa, como evidencia el creciente desencuentro entre la ciudadanía y las personas llamadas a expresar en ayuntamientos y cámaras parlamentarias la voluntad política del "pueblo soberano". Los motivos son varios: los procesos electorales no reflejan la implantación real de las diferentes opciones ideológicas -el Partido Popular obtuvo en las últimas elecciones generales el 44,6% de los votos, pero consiguió el 53% de los escaños en el Congreso-; en segundo lugar, una vez que son elegidos, muchos representantes apenas mantienen contacto con la ciudadanía y en no pocas ocasiones carecen de escrúpulo alguno para actuar de manera claramente contrapuesta a lo que en su día prometieron. De aquí que el "¡No nos representan!" refleje bastante bien el estado de las cosas.

Dejando para otro momento las carencias democráticas de nuestro sistema electoral, conviene detenerse en la necesidad de asegurar la lealtad de los representantes a la representatividad que portan, pues aunque la Constitución proclame que no están sujetos a mandato imperativo eso no puede implicar un entendimiento patrimonial del escaño: en democracia, la asunción de un cargo representativo obliga, en primer lugar, a la defensa del compromiso formalizado en las elecciones y a la explicación pública y clara de cualquier desviación en la ruta que se prometió seguir; en segundo lugar, si se trata de asuntos que no se habían previsto en el momento de los comicios o que han adquirido una configuración diferente, lo obligado sería contactar, en la mayor medida posible, con las personas y colectivos más próximos ideológicamente para conocer su opinión y luego actuar de la manera que se considere más coherente con el núcleo del propio ideario.

Precisamente para favorecer esa conexión entre representantes y representados es por lo que contamos con partidos políticos, que tendrían que ser la correa de transmisión entre los primeros y los segundos, aunque resulta obvio que está mucho mejor articulada su relación con los representantes que con la ciudadanía, y ello se debe, entre otras razones, a los grupos parlamentarios, definidos por el Tribunal Constitucional como la "emanación lógica" de los partidos en las instituciones representativas o, dicho con palabras menos asépticas, los guardianes de la disciplina de partido en esas instituciones.

¿Cuál es la respuesta más democrática cuando surge un enfrentamiento político entre los miembros de un grupo parlamentario? Depende.

1) Si se trata de un grupo parlamentario expresión de un único partido -por ejemplo, el Grupo Popular-, la cuestión controvertida ha sido expuesta al electorado en términos claros y se vuelve a plantear en ese mismo sentido, los discrepantes tendrían que acatar lo que es una voluntad clara y reiterada, sin que valgan "razones de conciencia" para sustraerse al compromiso con la ciudadanía y con la propia formación política.

2) Si, en la misma hipótesis de un grupo único, se trata de un asunto no previsto en la campaña electoral, también habría que entender que el grupo parlamentario, por su conexión con el partido y la de éste con su electorado, es el mejor intérprete de la voluntad presunta de sus votantes.

3) Por la misma razón, parece legítima la discrepancia, y el consiguiente voto contrario, si lo que promueve el grupo es algo que contradice de manera flagrante el compromiso electoral y el ideario del partido; aquí la perversión se produciría si eso supone la sanción o expulsión del disidente.

4) Cuando el grupo parlamentario es expresión de varios partidos -Izquierda Plural sería una muestra-, lo más "democrático" es que cada representante defienda la opción propuesta por la respectiva formación, y tales discrepancias ya tendrían que haber sido previstas -y aceptadas- cuando se formó el grupo.

5) Una variante más compleja del caso anterior es, precisamente, la que se planteó esta semana en el seno del Grupo Socialista en el Congreso a propósito "del derecho a decidir" en Cataluña. Como es conocido, ese grupo incluye diputados del PSOE y del Partit dels Socialistes de Catalunya (PSC), formalmente dos partidos diferentes aunque con conexiones tan estrechas como para que el PSC se llame PSC-PSOE y sus estatutos prevean el envío de "delegaciones al congreso federal del PSOE para que participen en las sesiones y los debates, y para la adopción de los programas y resoluciones pertinentes de ámbito estatal". Por su parte, los estatutos del PSOE disponen que "quienes sean miembros del grupo parlamentario federal... aplicarán las resoluciones y acuerdos adoptados expresamente por los órganos de dirección del partido. Para aquellos supuestos en los que no existiere acuerdo o resolución de los órganos de dirección del partido, la disciplina parlamentaria se basará en el respeto a los acuerdos debatidos y adoptados por mayoría en el seno del grupo parlamentario".

Los diputados "díscolos" del PSC han alegado que su voto fue "coherente" con el programa electoral de su partido en las elecciones autonómicas y, además, que se trata de una cuestión nueva. El primer argumento "olvida" que el programa relevante, cuando del Congreso de los Diputados se trata, es el correspondiente a las elecciones generales, y el segundo, que forman parte de un grupo parlamentario que, como se acaba de decir, prevé como regla de funcionamiento ante temas novedosos el respeto a la decisión mayoritaria.

Más allá de la disputa concreta, resuelta de acuerdo con las reglas internas del Grupo Socialista, una de las lecturas de este caso es que en política los desencuentros son tan inevitables como necesarios pues, en palabras de Albert Camus, hay partidos sin democracia cuando en su seno un grupo de personas cree poseer la verdad absoluta; otra, que ni siquiera Groucho Marx acertaba en todo: él dijo que no es la política sino el matrimonio el que provoca extraños compañeros de cama.

*Profesor titular de Derecho Constitucional