Xosé Luis Méndez-Ferrín, del alto linaje de los McFerrin, corsarios escoceses al servicio del rey de España, y buena y honrada persona por naturaleza, sí, dimitió de la presidencia de la RAG por imperativos de honor. Dimitió sin darle muchas vueltas, en corto y por derecho, como lo que es: un señor gallego, un fidalgo español y un príncipe celtíbero.

El carisma que lo aureola -Ferrín tiene el encanto de los señoritos- y su trabajo de orfebre fino al frente de la RAG lograron serenar algo los ánimos en medio de una fratricida batalla lingüística que dejaba la calle llena de mutilados. Las buenas maneras de un señorito de Oxford fueron muy importantes a la hora de las negociaciones aunque después, al abandonar los enmoquetados pasillos, le brotase el gen corsario pidiendo guerra con la voz bronca de la revolución macho, caliente de pendencias metálicas y auroras rojas en los andamios.

Es lugar común decir de Ferrín que escribe bien, que es inteligente y culto y otras vanidades que en provincias impresionan mucho. Pero a mí, después de lo vivido, bebido, leído y conocido hasta ahora, pocos artificios que salgan de la cabeza de los humanos me impresionan ya. A mí solo me impresiona lo auténtico que sale del corazón: la bondad y la pasión. El odio me impresiona mucho, ciertamente, pero, sobre todo, me desconcierta.

No es injusto afirmar que Ferrín ganó densos y abundosos odios a pulso. Sin embargo, y tengo enorme dificultad en hacérselo admitir a amigos que confían en mi criterio para otros asuntos, es una de las personas más buenas, más honradas, más generosas, más entregadas que conozco.

A ver si acierto a decirlo. Detrás de un estilo político violentamente marginal en el discurso -levemente aterrador en las formas, henchido de soberbia en su seguridad testaruda- restalla el exceso apasionado del dandi poeta, del hijo único que no quiere ser como los demás al arder en su alma contradictoria la amarga soledad elegante de un buen chaval que prefiere en la incomprendida desesperanza ser odiado como ninguno a malquerido como todos. Y tanto es así que -distanciados políticamente, a posiciones opuestamente polares- nunca dejé de sentir afecto por Ferrote, como amistosamente le llamo, a pesar de que en alguna ocasión las maldades que dije -me arrepiento, padre- pudieran dar a entender lo contrario.

Curiosamente, cuando lo conocí, Ferrín era marxista, galleguista e independentista pero poco nacionalista. Dicho sea en el sentido que, sin despreciarlos, no daba demasiada importancia a los símbolos nacionales, bandera, himno y otras deidades totémicas del enxebrismo patriotero tales vaca, sardina y carballo. Sin connotación racial alguna emparentaba anecdóticamente las espirales célticas con la dialéctica hegeliana pero nada más. Ni siquiera admiraba a los padres de la patria que, en conjunto, consideraba meapilas, románticos tardíos ranciamente aburguesados y frioleros conservadores. Y lo fueron. Abominaba del celtismo -aún recuerdo un artículo en este diario, "Non somos celtas", en el que aconsejaba leer a Dante, para escribir bien en gallego, antes que estudiar gaélico- y ardorosamente abominaba de los regüeldos del racismo latente en Murguía y Risco. Tampoco gustaba especialmente de Rosalía, pero sí de Curros, y veneraba a Otero Pedrayo por ser buen profesor y haberlo iniciado en el estudio del geógrafo anarquista Elisée Reclus.

No me sorprendió que con los años, sin dejar de ser marxista e independentista, se hiciese nacionalista enrocándose en símbolos y mitos porque la edad lleva al conservadurismo, y el nacionalismo y el apego al dinero son sus extremosas formas finales. No obstante, en la segunda de esas obsesiones, que repugna a su alma hidalga, nunca naufragó.

Lo que sí me sorprendió, y aún no he asimilado, es que Ferrín, en ese transitar por los farallones del tiempo en los que nos acecha siempre un derrumbamiento, acabase admirando a Murguía, quejumbrosa Paquita la del Barrio de la cultura gallega. Murguía, fol de veneno -Castelao, por el contrario, fue buenísima persona- Murguía, mediocre, siniestro, grotesco personaje, negra veladura para la visión de la realidad gallega, obtuso vendedor de humo, resentido y humillado en su biliosa impotencia intelectual, fracasado como novelista en español dejó una obra histórica tullida. Verbigracia, respecto a los suevos, como puede comprobar cualquiera que lea el libro señero de Gibbon (The History of the Decline and Fall of the Roman Empire). Por no extenderme en las parvadas ínsitas en los enlaces galaico-célticos (Mil Espáine) con las referencias míticas, propias de un simple, al Leabhar Gabhála Éireann, que Murguía leyó en francés, menudo erudito. En cuanto a sus aportaciones menos fantasiosas, como la biografía de Benito Feijóo, palidecen al compararlas con, por ejemplo, "Juicio crítico de la obra de Feijóo" de la autoría de Concepción Arenal. En fin, lo que el viento se llevó.

Ahora bien, yendo a lo importante, estoy contento que Ferrín dimitiera. Le quedará más tiempo, más energía, menos preocupaciones para acodarnos en la marmórea barra de algún bar de solera ennoblecido por el humo prohibido de la rebelión en marcha. Hablaremos de lo que a él le gusta verdaderamente, por encima de todo, por encima de la revolución y por encima de la vida misma. Porque nadie puede luchar contra su propia naturaleza. Hablaremos de literatura.

Atención. Ulises ha vuelto para desgarrar los altozanos carnosos de la literatura con flechas envenenadas de afilados adjetivos. Atención. Y con Ulises ha vuelto la flor navajera de la poesía por su cauce natural y porque hasta el río más fatigado, dijo Swinburne, llega finalmente a la mar. Ahí va, para ti, gran Ferrote, fidalgo cascarrabias, dandi piojoso, amigo del alma, ahí va, de tu querido Lamartine: "Heureux qui, comme Ulysse, a fait un beau voyage, / Ou comme cestuy-là qui conquit la Toison, / Et puis est retourné, plein d'usage et raison, / Vivre entre ses parents le reste de son âge¡"