Lo mejor que se puede decir del esperado anteproyecto de Ley de Racionalidad y Sostenibilidad de la Administración Local es que no ha dejado a nadie indiferente. El texto que acaba de presentar el Gobierno ha recibido más críticas que parabienes, muchas de ellas incluso de las propias filas del PP. Hasta la Xunta ha anunciado que piensa pedir que se acometan modificaciones.

Bien está que genere debate, dado que se trata sin duda de una de las reformas pendientes más importantes para garantizar no solo la eficacia del tejido administrativo del Estado, sino la viabilidad de servicios cruciales para los ciudadanos. Lo que provoca sonrojo es que la mayoría de los alcaldes, no todos, que en Galicia han levantado la voz para criticar la reforma lo hayan hecho para hablar de su sueldo. Y no ya sonrojo, sino estupefacción, que alegremente establezcan que deben percibir un salario mínimo de 40.000 euros al año.

Estupefacción porque el problema de los ayuntamientos no es el sueldo de sus alcaldes, que en algunos casos también, sino, sencillamente, que muchas corporaciones son inviables económicamente atendiendo a los más elementales criterios de racionalidad. Y porque el objetivo de la ley no es fijar los emolumentos de los alcaldes, por más que muchos de ellos así lo crean, sino acertar en un nuevo entramado administrativo que acabe con las duplicidades, garantice los servicios y preserve la esencia del municipalismo.

Es más que dudoso que el anteproyecto sirva para alcanzar tales objetivos, aunque sea obligado elogiar que por fin alguien se haya atrevido a abordar el problema. Muchos pequeños y medianos ayuntamientos quedan abocados a ser engullidos por las diputaciones. En concreto, todos aquellos de menos de 20.000 habitantes que no puedan prestar los servicios que se les asignan a que lo hagan a un coste superior al fijado por el Gobierno. En España tienen menos de esa población el 95% del total de ayuntamientos (7.717) y en Galicia el 93% (293).

Los servicios que deberán atender serán urbanismo, basuras, vías y obras, policía local, tráfico, ferias, cementerios, emergencia social, deporte, cultura y participación ciudadana. En un plazo de cinco años las comunidades autónomas deben hacerse cargo íntegramente de las competencias municipales en educación y sanidad. La medida obligará a la Xunta a asumir 800 colegios y 170 centros de salud.

El deslinde de competencias para evitar duplicidades es uno de los aspectos más positivos del anteproyecto, y, al tiempo, de los más determinantes. Porque de las dos maneras posibles de abordar la reforma, fusionando ayuntamientos y propiciando los acuerdos entre ellos, para hacerlos viables y eficientes, o potenciando las diputaciones, se opta por ésta última. Y ahí radica uno de los aspectos más conflictivos.

La Constitución configura un Estado con tres estructuras básicas: la central, la autonómica y la municipal. A la provincial, fruto de la Carta Magna de 1812, le asigna un papel marginal. De hecho en media docena de autonomías, las uniprovinciales, se ha suprimido. ¿Quién se hará cargo de los ayuntamientos inviables en La Rioja, Navarra, Madrid, Asturias, Cantabria y Murcia, que es donde ya no existen las diputaciones?

A las diputaciones se les presupone una eficiencia que, desgraciadamente, la mayoría está muy lejos de poder acreditar. Las cuatro gallegas dispondrán este año de 460,89 millones, de los cuales el 78% lo destinarán a nóminas de personal -128 millones-, gastos corrientes y pago de deudas y créditos. Para servicios e infraestructuras, sus objetivos prioritarios, destinan solo el 22% de su presupuesto.

La cuarta parte de los 315 concellos gallegos están al borde de la insolvencia o de la falta de liquidez, según el último informe del Concello de Contas, con lo que o corrigen drásticamente su deriva o están condenados a ser intervenidos y controlados por unas diputaciones que, como decimos, en ocasiones no son precisamente un lechado de eficiencia. Eso sin entrar en la sempiterna denuncia sobre su propensión a incurrir en el clientelismo político o el débito democrático que implica no constituirse mediante la elección directa en las urnas.

La apuesta por las diputaciones en detrimento del municipalismo admite en Galicia una lectura añadida, pues aquí la Xunta apostó abiertamente por la fusión de ayuntamientos, en una decisión que dio la vuelta a España y que fue unánimemente elogiada. De hecho los concellos coruñeses de Oza y Cesures siguen adelante con su ilusionante aventura.

En fin, el Gobierno prevé que la reforma permitirá ahorrar 7.129 millones de euros. La cantidad da una idea de lo que nos está costando el descontrol de las administraciones. No parece que el texto presentado sea la mejor solución, pero al menos hay una base sobre la cual avanzar. Es imprescindible acometer la reforma. Y debe hacerse contando con los ayuntamientos. Eso sí, los alcaldes deberían evitar a los ciudadanos el bochorno de ver que su principal preocupación es su sueldo.