No seguí el debate sobre el estado de la nación (prescindamos de las mayúsculas) pero sí pude ver algunas intervenciones en la televisión o escuchar en la radio a distintos participantes en esa especie de feria de las vanidades que no sirve para nada salvo para darse un paseíllo torero entre los aplausos de los conmilitones y una hipertrofia del ego de los contendientes. Uno está esperando que después de cada intervención suene un pasodoble y el que acaba de hablar dé una vuelta al ruedo con la oreja ensangrentada de su adversario en la mano alzada entre las ovaciones de sus acólitos. El macho líder, el macho Alfa de la manada (en el caso de Rosa Díez podríamos variar el género del ejemplar dominante, cierto) excreta cualquier incongruencia y los acólitos aplauden de forma fervorosa. A Rajoy no le quedaría mal un traje de luces ni a Rubalcaba uno de alguacilillo; quizá no desentonara Cayo Lara de monosabio y el resto de los intervinientes podrían ceñirse los distintos atavíos que en la denominada fiesta nacional (que ni es fiesta ni es nacional) lucen los participantes en la sangría. Digamos, pues, que asistí a un tráiler (¿o un remake?) y la verdad es que aquello me pareció como una escena de El planeta de los simios: el momento en el que un hueso se transforma en arma y empiezan a golpearse entre sí los monos. Lo cierto es que la especie política de este país merecería un documental de National Geografic: nada de retransmitir en la cadena pública española esa exhibición de mediocridad y mal gusto; lo mejor es atenerse al formato del documental e infligirlo a media tarde, cuando nos vence el sopor, justo antes de que pasen otro documental relativo a las hienas. Existe una España política que no se entera de lo que sucede en la España real; hay una España de las Cortes y una España de la calle. Como Juan Filloy decía de la literatura de Borges, a la política le falta calle, le falta oxígeno, le falta vida. La política, la política de los partidos, de estos partidos al menos, está muerta. El trayecto entre el congreso y la plaza del pueblo no lo recorren jamás los políticos que creen que lo real es lo que ellos debaten, exactamente lo que menos interesa a los ciudadanos: la cantidad de mierda almacenada en sus gavetas, esos excrementos que se arrojan los unos a los otros y que siempre nos cogen a nosotros por medio. Verlos debatir me produce una sensación desasosegante: es como si entrase en una sala para asistir a una conferencia acerca de la novelística de Proust y por error hubiese accedido a un recinto en el que varios académicos disertan en torno a la de Paulo Coelho (lamento mi obsesión por este hombre, sinceramente). Soportar un debate acerca del estado de la nación es la mejor fórmula para convertirse en abstencionista de la misma manera que enfrentarse a una homilía dominical es el camino más corto para el ateísmo. Si uno se somete a una actitud de entomólogo, los diputados son una serie de insectos que buscan libar cuantas más flores a tiro se pongan, mejor; si primatólogo, asistimos a una manifestación de primates enloquecidos que se masturban de manera impúdica. En definitiva, cualquier afeite animal les sienta estupendamente, aislados en sus jaulas, con sus vidas regaladas, ajenos a cuanto acontece en el exterior, a los problemas que soportan los mortales. En un documental caben todos ellos, es su hábitat natural, una especie de Gran Hermano para políticos. Seguro que unas cuantas cadenas pagarían millones por contratarlos. Lo que ignoro es si tendría una audiencia mayoritaria porque ya sabemos de sobra de qué pie cojean las manadas de animales que se acuerdan de nosotros cada cuatro años: puede variar el pelaje pero no su podrido corazón de chimpancés.