A Michel Labie

A lo largo de su formación y desarrollo, las ciencias sociales se han armado con un arsenal abundosamente pertrechado de modelos explicativos de la adhesión o rechazo de los actores sociales a juicios de valor tipo "esto es bueno" (para la sociedad o la persona) "esto es malo", "esto es justo", "esto es injusto", etc. La tradición de los modelos "utilitaristas", que ha generado surtida literatura en cuanto a la génesis de leyes, intenta encuadrar los juicios de valor en relación a intereses individuales o colectivos. Estos modelos se aplican, con mayor o menor fortuna, a múltiples situaciones.

Jean-Jacques Rousseau (1712-1778) consideró que los individuos ricos (o, si se prefiere, las regiones) no deberían ser demasiado ricos ni los pobres demasiado pobres. Pero no porque todos tengan interés en ello (un multimillonario tomado aisladamente, o una región rica, no encuentra intrínsecamente útil serlo menos) sino porque se favorece de esa guisa el funcionamiento del sistema social (o del estado democrático). La reducción de las desigualdades bajo el enfoque rousseauniano preserva el bien general estimulando el altruismo: el egoísmo bien entendido del multimillonario (o de la región rica) es conservar un orden social que le permite serlo incluso si para ello debe renunciar a parte de su riqueza. Esto es, la utilidad se asienta en la funcionalidad de la disminución de las desigualdades de riqueza.

Rousseau, a la par que Hobbes, se dota de lo que hoy podríamos llamar una "axiomática" utilitarista no tanto porque crea en ella sino porque resulta más pertinente, e incluso convincente, para la teoría política que otro modelo alternativo que presuponga al ser humano movido por la preocupación del bien común. Como dijo posteriormente Weber, sin ser adepto del materialismo marxista, los juicios de valor, las creencias, la ideología, siempre se injertan en vulgares preocupaciones existenciales.

Erróneamente, a Rousseau se le adjudica a veces la paternidad (tuvo cinco hijos, sí, pero todos incluseros) de la teoría política del "contrato social". El "estado natural" o "estado de naturaleza" es una noción de la filosofía política forjada, mucho antes del nacimiento de Rousseau, por filósofos del siglo XVII adscritos a la corriente del "contrato social" en tanto contrato originario entre hombres libres por el cual aceptan una limitación de su libertad a cambio de leyes que garanticen la pervivencia del cuerpo social en el seno del estado. Hugo Grotius (Huig de Groot, 1583-1645) fue el primero en la historia de la filosofía política en teorizar el contrato social moderno. Le seguirán Hobbes (1588-1679), Locke (1632-1704) y Rousseau (1712-1778).

Si bien el contrato social presupone un estado natural, preexistente a la sociedad organizada, con el cual rompe, no significa que el estado natural sea puramente ideal, especulativo. El estado de naturaleza, a no confundir con la mitológica "época dorada" (The Golden Age), no corresponde a ninguna realidad histórica que hubiera precedido la instauración de leyes. Es falso por tanto que la legitimidad de un seudo derecho natural preceda a la legalidad de la sociedad política. Tampoco la patria esencial precede a la nación-estado salvo en la filosofía política anti-contractual del reaccionario Charles Maurras o del no menos anacrónico Artur Mas. El estado natural (o la "patria integral") es una parábola para representar una situación teórica e hipotética de la humanidad sustraída a la ley. La teoría del contrato social al romper con el naturalismo político de los filósofos clásicos (platónicos y aristotélicos) permitió la emergencia del concepto de igualdad política, formal y material. Esto es, permitió el nacimiento de la democracia; lo otro es puro empirismo organizativo, esencialismo oportunista, fraudulentamente teorizado por los defensores de las instituciones latentes supuestamente forjadas en la patria por la selección operada por los siglos.

Para entender el origen de las normas, Rousseau -en "Discours sur l'inégalité parmi les hommes"- se pregunta por qué hombres libres aceptan plegarse a las restricciones coercitivas que imponen las leyes en aras de alumbrar la sociedad. La respuesta recurre a la brillante parábola de los cazadores -dos hombres libres y autónomos- que viven en estado natural sin sometimiento a reglas ni normas sociales o morales. Pero, limitados físicamente, deciden asociarse para cazar al acecho. Las configuraciones posibles dan lugar a varias estrategias (cooperan los dos cazadores; uno coopera y el otro abandona el puesto sin prevenir; ambos abandonan) perfectamente estudiadas en teoría de juegos. Dichas estrategias pueden jerarquizarse desde la situación óptima para los dos cazadores hasta la peor posible pasando por las intermedias.

Se demuestra -y es mérito de Rousseau haber establecido lo que hoy con nuevos métodos es un teorema- que individuos libres (o naciones en la eurozona) pueden tener interés en renunciar a parte de su libertad o autonomía. En efecto, si los cazadores, buscando un óptimo, reconocen a un tercero -digamos, al más viejo o sabio de la tribu- la capacidad de imponer una multa o castigar al cazador que abandone el acecho del ciervo para capturar una presa más fácil, pero cuantitativa y cualitativamente inferior, la matriz de pérdidas y ganancias de las distintas estrategias cambia radicalmente. De ahí la proposición fundamental del Discours: individuos libres pueden tener interés en someterse a una autoridad política si con ello se favorece la consecución de ciertos fines u objetivos. Recíprocamente, para no degenerar en tribalismo la decisión que lleva a los individuos a constituirse en estado es prácticamente irreversible.

Ello no impide que las restricciones que impone la ley sean desagradables: a nadie le gusta esperar ante un semáforo en rojo. Además, el arte de alcanzar el punto intermedio, la combinación perfecta entre libertad individual y coerción social, es exigente. Pero hay que perseverar. Según Paul Valéry, dos peligros acechan a la humanidad, el orden y el desorden.