Yo no sé si es cierto que cada escritor tiene una musa y que es ella quien le administra el sueño, le escoge los temas y no comete jamás el error tan terrenal y tan prosaico de organizar su equipaje, elegir su religión o deshacerle las maletas. Si además de eso la musa del escritor es una mujer que coge el jamón con las pinzas de sus dedos delgados y es como si levantase del mantel el pétalo que acabe de desprenderse de la contada luz de la tulipa; y si además fuese cierto que se trata de una mujer que sabe al mismo tiempo decir que si con la sonrisa y decir que no con la mirada, en ese caso, y habida cuenta de que es algo que solo yo puedo decidir, en ese caso, digo, en ese caso mi musa se llama Rocío González, nació andaluza y es la clase de mujer capaz de sugerirte una frase inteligente a partir de que solo hayas visto por un instante en el periódico el álgebra cifrado de una jugada de ajedrez. La última vez que coincidimos fue almorzando en La Rotonda del Palace madrileño, sentados frente por frente en una mesa a la que no llegó el director de periódico al que esperábamos por un asunto editorial. Yo le conté a Rocío que allí había vivido mucho tiempo Julio Camba, aquel inteligente escritor gallego que se pasaba el día en su cama pensionada del hotel y solo de vez en cuando se levantaba "para descansar". Rocío González me llevaba la conversación y a la vez ordenaba el menú con su admirable capacidad de trabajo, útil para la inspiración y sabia para el protocolo, con esa elegancia aplomada que solo tienen las mujeres que en caso de naufragio jamás abandonarían el buque sin haberse antes vestido a juego con el agua. A veces discuto con mi musa por asuntos del trabajo y hasta pierdo los papeles si me lleva la contraria, pero aunque yo me ponga insoportable, ella jamás alza la voz tanto que pueda escucharla por los dos oídos a la vez. Aquel día ordenó salmón ahumado, lubina con chipirones y un postre de frutos rojos con chocolate y helado de vainilla mientras yo permanecía a la deriva, enfrascado en mis obsesiones, distraído en la vieja tentación de imaginar que, por la puerta de aquel hotel madrileño, saldríamos después del almuerzo a un tiempo distinto y me encontraría en una ciudad ajena, con la humedad cálida y bacteriana de las calles de Leopoldville, cincuenta años atrás, en un tiempo africano, lento y colonial en el que mi musa habría sido seguramente una botella de bourbon. "¿Estás ahí?", me preguntó Rocío González con su delicada voz de elegante sobrecargo de la "Cunard", sin alzar el tono, tan sabia y comedida como siempre, con esos ademanes mezcla de filología y alta costura que yo creo que esperaron por sus manos al nacer, sabedora de que en la boca de una musa ni siquiera es imaginable que levante la voz un hombre, aunque ese hombre sea un tenor. "Se derretirá el helado si no lo comes. ¿Dónde estabas?¿Camerún?¿Kenia?¿El Transvaal?...". Y yo fui evasivo o no dije nada, pero la miré a los ojos y me alegré de estar allí y de tenerla cerca, y me llevé a la boca un sorbo de aquel helado flácido y bautismal mientras imaginaba a Rocío González, mi musa andaluza, sugiriéndome para el final de esta columna una frase apostrofada con el humo de un cigarrillo, una sintaxis de aliento por el que saliese hasta las calles de Leopoldville el hojaldre de las pisadas de esa musa meridional en cuyos gestos, siempre tan elegantes, he visto muchas veces prender la buganvilla inesperada, incandescente y azul de la literatura.

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