Enrique Barciela Iglesias fue un empresario ejemplar, un referente de lo que hoy denominamos paradigma de "la cultura del esfuerzo". Fue un prototipo verdadero de esfuerzo inteligente y trabajo generoso y apasionado a disposición de dos hoteles emblemáticos de Galicia: el Gran Hotel Roma de Ourense y el Gran Hotel Universal de Vigo. Estoy seguro de que son muchos los ourensanos de mi generación y generaciones anteriores, que se alegrarán de que hoy recuerde a uno de los más representativos empresarios de la hostelería de Galicia.

Ourense, a partir de la segunda mitad del siglo XIX, sufrió una intensa trasformación y se incorporó a la modernidad con gestos simbólicos como cambiar el nombre de las calles, y hechos reales como el desenvolvimiento de la carretera Villacastín-Vigo (1860-63) -la actual calle del Progreso-, que supuso el inicio de la apertura de la ciudad. Pronto se establecieron en esta avenida pensiones, hoteles, fábricas, almacenistas y comerciantes, y se construyeron los principales edificios administrativos y de servicios, tales como la Casa del Pueblo, la Cárcel, el Seminario Conciliar, el Palacio Provincial y el Hotel Roma. A la construcción de esta vía le siguió la del ferrocarril Ourense-Vigo (1881), la construcción del Puente Nuevo de hierro (1880-1918) y el alumbrado eléctrico. Todo ello supuso que nuestra ciudad saliese de su secular aislamiento y se hiciese itinerante. En ese tiempo, el Hotel Roma nació como un modesto hospedaje, la Fonda Cuanda (1889), en un edificio de una sola planta. Posteriormente, en el mismo lugar y respetando gran parte baja de la fachada anterior, por encargo de su propietario el señor García Feijóo y según proyecto del arquitecto Vázquez-Gulías (1915), se edificaría un gran hotel de tres plantas más una retranqueada. El cuerpo central sobresalía discretamente y se remataba por una cúpula de planta cuadrada, con óculos y terminada en aguja, mientras que el resto del edificio se cerraba con una balaustrada con jarrones. El hotel tenía corte parisino y aunque era austero en su fachada, ofrecía un cuidado interior, con magnífica carpintería y una escalera principal, que recordaba a la de un Hotel de ville francés (Carballo-Calero V. La transformación de una ciudad. Ourense, 1880-1936. Ourense: Ed. Concello; 1995 y Fonseca-Moretón E. La obra de Vázquez-Gulías en la ciudad de Ourense. En El arquitecto Daniel Vázquez-Gulías. Ourense: Caixavigo e Ourense; 1998). En 1928, Enrique Barciela se hizo propietario y director del hotel. Lo renovó e impulsó, convirtiéndolo en un centro de actividad urbana y social, prácticamente público. Acogía todo tipo de celebraciones y eventos sociales, como actos políticos, sesiones culturales, homenajes y tertulias y, claro está, comidas, banquetes y bodas, ya que contaba con un afamado restaurante -de los que hoy figurarían como recomendados en las mejores guías-, cuya cocina comandaba Antonio Truiteiro, y que elaboraba platos excelentes y famosos, como el pavo trufado, o postres especiales y únicos como el biscuit glasse. Sus instalaciones fueron frecuentadas por las personalidades españolas más importantes de su época. Contaba con un espacioso y confortable bar-café, amueblado por los hermanos Rodríguez, con cómodos sillones forrados de piel roja, y amplias mesas con tablero de mármol jaspeado, en el que se reunían muchas tertulias en la sobremesa -como las peñas de los médicos, la de los constructores, la de los ajedrecistas, la de la revista cultural Posío o la de los sabios de Vicente Risco-. Muchos son los escritores que se han referido, con mucho acierto, a este hotel entrañable y querido por los ourensanos, entre otros, les remito a Vicente Risco, Otero Pedrayo, Segundo Alvarado y Maribel Outeiriño. No obstante, hoy, yo quiero esencialmente personalizarlo en Enrique Barciela, que consiguió convertir el Hotel Roma en un lugar inolvidable de la historia contemporánea ourensana.

Enrique Barciela Iglesias, nació en la provincia de Pontevedra en el año 1893, se hizo ourensano de adopción y falleció en 1974 en Vigo. Pertenecía a una familia acomodada que contaba con una hacienda considerable. Era el más pequeño de cinco hermanos y quedó huérfano de padre a muy corta edad. Su madre, ya viuda, tenía unos principios religiosos muy arraigados, en los que educó a sus hijos y cuya impronta sería permanente. Ya desde su infancia mostró disposición y empeño, ayudando a sus hermanos en la realización de los trabajos que imponían sus propiedades. No contento con ello, su vigor y autoexigencia le llevan explorar nuevas posibilidades y se embarca a Argentina, país donde pasa unos años en los que trabaja esforzada y tenazmente, sin descuidar su formación personal. En cualquier caso no olvida su origen y responsabilidades como español, algo de lo que siempre se muestra muy orgulloso y, a pesar de su gratificante actividad en el extranjero, regresa a España para cumplir el servicio militar. Es cuando conoce a su esposa María, con la que se casa, decidiendo no regresar a Argentina. El matrimonio tuvo ocho hijos: tres varones y cinco mujeres, de los cuales los tres menores nacen en Ourense. Los hijos varones fallecieron; las cinco hijas viven. Todas fueron alumnas del Colegio de las Carmelitas y una de ellas, Rosa Barciela, es desde hace muchos años la directora de este colegio ourensano, centro que transformó y modernizó hasta convertirlo en una institución modélica de enseñanza. Pero de ella hablaremos otro día. Sigamos con su padre.

En 1924, Enrique Barciela adquiere el Hotel Universal de Vigo. Cuatro años más tarde se hace propietario del Hotel Roma de Ourense, momento en el que se traslada con su familia a nuestra ciudad. Su vida fue un ejemplo para los que piensan que quien quiere salir adelante en la vida puede hacerlo. Con visión de futuro, descubrió las potencialidades de ambos hoteles y la posibilidad de hacerlos mejores, convirtiéndolos en lo que fueron, dos establecimientos emblemáticos, prestigiosos y serios, que se transformaron en los mejores centros hosteleros de sus respectivas ciudades y uno de los núcleos más importantes de su vida social.

Su esfuerzo era inteligente -sacrificio, perseverancia, renuncia y capacidad intelectual-, lo que le permitía estar "al mismo tiempo" en Ourense y en Vigo, desde primera hora de la mañana hasta el cierre de actividades de la noche. Se le encontraba a la hora del desayuno, a las comidas y a la noche, momento en que lo recuerdo cerrando caja con su administrador José Losada Durán -que años más tarde dirigiría modélicamente la mejor etapa del Hotel San Martín. ¡Había tenido buen preceptor!-. Diría que Barciela, como director, se mantenía a una distancia prudente, dejando hacer a sus empleados, pero siempre atento y vigilante, dispuesto a intervenir ante cualquier eventualidad. Como confirmación está la última vez que lo recuerdo. Fue en Vigo, a principios de los 70, cuando pernocté con mi mujer en el Universal y cenamos en su restaurante. Ante mi petición de un determinado vino, el camarero dijo no tenerlo; antes de que pidiese otro, ya estaba don Enrique con él en la mano, pidiendo disculpas por la falta de información del que era un nuevo empleado y reconociéndome pese a los años pasados.

Hay quien afirma que el esfuerzo personal para cumplir cabalmente la tarea y lograr la excelencia es vehículo de elitismo, quiebra la solidaridad y lleva al autoritarismo. Nada más lejos de la realidad, al menos en el caso de Barciela, y la prueba estuvo en los empleados de su empresa: siempre mantenía a los mismos y estos le respondían con fidelidad, constancia y responsabilidad. Todos los que pasamos por allí los recordamos cumpliendo su trabajo con eficacia, corrección y amabilidad y cuidado hacia los clientes. Era un personal educado a la manera de don Enrique, a los que enseñaba, sacaba lo mejor de sí y conseguía que lo aplicasen al trabajo, pero al mismo tiempo hacía que se sintiesen parte de la empresa y estuviesen contentos con su cometido particular. Están en mi memoria el nombre y la presencia de alguno de ellos. Los camareros Marcial, Valentín, Pepe, Antonio€, o el barman Olimpio, que preparaba unos cócteles muy especiales, entre los que estaba el Sanmartín, de quien aprendí a elaborarlo y todavía disfruto con mi familia. De Marcial recuerdo una anécdota; se hacía mayor y memorizaba los pedidos en voz alta, "un vermú para el doctor Martinón y van dos€", con lo que la consumición era seguida por cuantos se encontraban en el café. Por distintos motivos, pero sobre todo profesionales, al atender a los hijos o nietos de sus empleados, he tenido oportunidad de escuchar cómo querían y respetaban a don Enrique. Solamente se fueron cuando el establecimiento se cerró y se marcharon hablando de Barciela con agradecimiento y respeto, así como solidarizados con la que había sido su empresa.

Hablábamos de "la cultura del esfuerzo", designación que evalúa el esfuerzo como actitud y valor constante en la vida y el trabajo, al tiempo que implica disposición, autoexigencia, aliento, empeño, desvelo y la realización de una responsabilidad. A su vez requiere impulso, vigor, tenacidad y persistencia. Todos estos elementos los reunía Enrique Barciela. En su propia época hablaríamos de laboriosidad, lo que entraña aplicación e inclinación habitual al trabajo, algo que hizo con diligencia y esmero. Pero una labor así supone fatiga, que probablemente acuso al final, cuando dejó el Hotel Roma en 1960 para dedicarse exclusivamente al Hotel Universal de Vigo. Como siempre sucede con los grandes, fue inviable sustituirle o seguir su estela. El hotel se cerró para ser vendido como solar, derribándose el edificio, y construyéndose en su lugar el vulgar inmueble actual, expresión de la falta de sensibilidad y de las atrocidades del urbanismo de esos años.