El nuevo batacazo que acaba de recibir la flota gallega con su salida del caladero de Mauritania ejemplifica una vez más la endeblez de España a la hora de hacerse oír en Europa. Lamentablemente, pese a ser la principal potencia pesquera del viejo continente, Bruselas sigue sin hacer ni caso a nuestras demandas, tratándonos con displicencia, sin que los sucesivos gobiernos que nos representan, que deberían actuar con mayor diligencia y rigor, consigan invertir las tornas.

La batalla por el futuro del sector pesquero gallego se libra en Bruselas. Y son varios los frentes abiertos que convergen en uno solo: el poder negociador que España, por sí sola o con aliados, sea capaz de desplegar en las instituciones comunitarias. La Unión Europea aspira a ser eso, una unión bajo la que armonizar directivas financieras, fiscales, laborales y, también, pesqueras. Pero bajo la pretensión de unificar prevalece la presión política para conseguir que cada país logre o mantenga los derechos adquiridos desde la conformación, en 1983, de la antigua Comunidad Económica Europea.

Las diferencias que entonces se plasmaron en el Tratado de la Unión nunca se han disuelto. El sector pesquero gallego sufre las mismas estrecheces con las que entró a formar parte de la CEE en 1986. Ni la diplomacia ni la política ni su historia han servido para acabar con las prebendas. Solo así se entiende que la flota más importante de Europa, la de Galicia, vea mermar sus cuotas en vez de disponer de ellas en base a criterios básicos de capacidad pesquera, arraigo cultural o repercusión económica.

La última muestra de ese escaso poder de influencia en Bruselas queda patente en el nuevo protocolo pesquero entre la Comisión Europea y Mauritania. Por primera vez desde que se firmó el primer acuerdo en 1987 la flota cefalopodera española, con 24 barcos gallegos, ha tenido que abandonar este caladero magrebí. Año antes ya se vio obligada a salir de Marruecos. Ahora desaparecen 400 empleos de manera inmediata, hasta 2.400 indirectos, todo un mazazo a la economía de O Morrazo y Marín, de donde son 20 de los 24 buques gallegos. Los armadores estiman en 60 millones las pérdidas que supondrá para este municipio y exigen soluciones.

Pero no será el último sacrificio. España libra también la batalla para suavizar lo máximo posible la drástica Política Pesquera Común (PPC) para los próximos diez años que pretende aplicar con mano de hierro la comisaria europea Damanaki. De momento, en el primer asalto, en la cumbre de los 27 en Luxemburgo, se consiguió flexibilizar parcialmente algunas de las duras posiciones de partida, que amenazaban con causar la desaparición de la flota gallega de aquí a 2015.

El principio de acuerdo alcanzado consiste, básicamente, en aplazar la erradicación total de los descartes €capturas no deseadas o por encima de la cuota permitida que se devuelven al mar€ de 2016 hasta el año 2020. El descarte cero irá acompañado de un aumento generalizado de cuotas y la posibilidad de intercambiar cupos de pesca con otros Estados. De la misma manera que se aplaza a 2020 el cumplimiento estricto del rendimiento máximo sostenible, el máximo de capturas permitido para una especie sin afectar a su sotenibilidad. El preacuerdo establece que será en 2015, aunque admite una moratoria de cinco años.

Pero las gravísimas amenazas para Galicia derivadas de un injusto reparto de cuotas persisten y no van a desaparecer por más flexibilidad que se gane en el Europarlamento en septiembre. Bruselas bien que se ha cuidado de dejar fuera de la PPC cualquier replanteamiento de las cuotas. De ahí que tenga todo el sentido que la Xunta acabe por dar la batalla jurídica con la que amagó para tratar de cambiar esos planes. Lamentablemente, el Gobierno español no comparte esa estrategia, incluso la da por perdida de antemano. Es decir, desde Madrid ni se plantea al dar por hecho que no se encontrarán aliados para hacer palanca y cambiar esta situación, anómala desde hace casi 30 años.

La clave de esta discriminación se retrotrae a 1983. Después de diez años de negociaciones, los países de la entonces Comunidad Económica Europea (CEE) procedieron al reparto. España y Portugal no ingresaron hasta 1986, para lo cual firmaron un tratado que les otorgaba una cuota media del 4% de derechos de pesca. El artículo 162 de aquel protocolo de adhesión reconocía que "antes del 31 de diciembre de 1992, la Comisión presentará al Consejo un informe sobre la situación y las perspectivas de la pesca" para, con esas bases, "ejecutar las adaptaciones necesarias". La declaración abría la puerta a modificar los principios firmados en 1983, pero nunca jamás se revisaron. Ni siquiera se elaboró el informe pertinente.

España, con un 24% de la capacidad pesquera de los países comunitarios con derechos en aguas atlánticas, es injusta y drásticamente discriminada. Según Bruselas, hay 83.014 buques en activo con una capacidad de casi 1,7 millones de GTs (arqueo, expresado en GT, o gross tonage). España, con el 24% de la capacidad (406.000 GTs y10.678 barcos registrados), tan solo tiene derecho a faenar un 7% del total de cuota (207.663 toneladas). Es la tercera mayor flota de los Estados miembros por detrás de la griega y la italiana y la primera en aguas atlánticas. En contraposición, Dinamarca, con solo 2.796 barcos €una cuarta parte que España- y una capacidad del 4%, es el país con mayor cuota, un 24% (696.477 toneladas). Reino Unido, con la mitad de capacidad que España puede faenar más del doble de toneladas. La injusticia es manifiesta.

Casi 30 años después todo sigue igual. Lejos de hacer justicia con el impacto social y económico de la pesca para España y Galicia en particular, Europa nos ignora. Solo así se entiende que el principal país pesquero de Europa, que da trabajo en sus barcos a 35.800 personas, tenga tres veces menos cuota que Dinamarca, que apenas emplea a 1.547 personas, 23 veces menos que España.

España también es el país que más recortó su capacidad pesquera: un 60% en la flota de Gran Sol, y hasta un 90% en la bacaladera. Hizo todos los ajustes y reformas que se le exigieron y lejos de tener recompensa se le pide ahora mayores sacrificios con una política pesquera comunitaria decidida a llevar la gestión sostenible al máximo. Aunque no existen datos científicos sobre el estado de los stocks en la mayoría de las pesquerías, Damanaki quiere rebajar año a año el 25% de las cuotas. Un ataque en toda regla a nuestra flota de Gran Sol, viguesa en su inmensa mayoría, en tanto son las especies que se pescan en estos caladeros (gallo, rodaballo, fletán negro, cigala, bacalao o raya), de las que más se desconocen sus reservas. Con esa progresión, en 2022 Vigo podría perder el 47% de sus cuotas en estas aguas y hasta 8.000 empleos.

Las gravísimas consecuencias económicas y sociales que la política pesquera europea está acarreando a nuestra flota obligan a dar una batalla sin cuartel en todos los frentes, desde el político al diplomático pasando por el jurídico. Ahora le toca a la Xunta y al Gobierno parar los pies a Bruselas. Galicia no puede permitirse perder tan arbitrariamente cuotas pesqueras sin hipotecar con ello gravemente su futuro.