Cuando la hermana mayor de la cofradía del Santísimo Cristo de la Buena Victoria me propuso que pronunciara el pregón de la festividad del Cristo, me sentí halagado. Y me sentí halagado doblemente, por un lado, por el protagonismo que asumía en mi ciudad, en la de mis antepasados, y por otro, por mi propia condición de cristiano que me permitía colaborar activamente en la celebración de las fiestas grandes de mi ciudad, que en Vigo están dedicadas al Cristo de la Victoria.

Pero al poco tiempo, ese halago se tornó en preocupación, al percatarme de la responsabilidad que había adquirido al comprometerme a pronunciar el pregón de las fiestas del Cristo. Y me pregunté: qué sentido tiene tratar de incitar a los vigueses y viguesas para que asistan a los santos oficios y a la procesión, si en Santa María no cabe un alma más y el Cristo es acompañado por decenas de miles de fieles. Aún así, me dije: el pregón no debe ser un mero trámite, el pregón debe animar a indecisos y a desanimados, y convocarlos a participar en todos los festejos. Y seguramente este año, más que en otros, muchos de nuestros vecinos necesitan de ese empujón que les decida a participar. Que les anime a pedirle a nuestro Cristo, llenos de fe y esperanza, ayuda para superar sus tribulaciones y ánimos para alegrarse.

Hace unos trescientos años que el Cristo debió de llegar a nuestro puerto. Quizás a bordo de uno de aquellos bergantines goleta blancos que traían la sal a Vigo. Los recuerdo muy bien, cuando niño, surcando la ría de ceñida. Siempre me admiraron. Eran los tiempos de los Highlands de la Mala Real Inglesa, de casco negro y airosas chimeneas amarillas. Cuando la única manera de viajar a América era en transatlántico y Vigo era el puerto de España. Mi padre había ido a Argentina en el Alcántara. Siempre fue un barco mítico para mí. Los veía desde las ventanas traseras de mi casa que daban a la ría. Vivía en la Gran Vía, en las Casas Rosas de Pernas. Por aquel entonces, pocos edificios de pisos había en las Traviesas y la vista era diáfana; por encima de huertos y prados con ovejas y vacas, dominaba toda la ría. En la hoy flamante plaza de América estaban las cocheras de los tranvías y por la Gran Vía transitaban cantarines carros de bueyes y subía el ganado camino de la feria en el Campo de Granada. Poco a poco fueron edificando en el barrio y la ventana a la ría se fue cerrando. También fueron desapareciendo huertos y vacas.

Al tiempo volví a tener un mirador privilegiado sobre el puerto: la terraza del colegio Apóstol Santiago. Desde allí volví a controlar el tráfico de transatlánticos. Pero eran otros tiempos. Los buques de casco negro de la Mala, ahora lo tenían blanco. Llegaban transatlánticos de diversos países, además de los ingleses: españoles, franceses, argentinos, portugueses€. De estos últimos: el Santa María, con su superestructura blanca, casco verde claro y chimenea amarilla ceñida por una faja verde, blanca y verde. Recuerdo su secuestro por Galvão, que nos conmocionó a todos los compañeros. Era como si hubiesen secuestrado algo nuestro, algo que conocíamos muy bien. Poco antes se había edificado la Estación Marítima. Fue como una premonición, a partir de entonces el tráfico de transatlánticos comenzó a languidecer, arrumbados por los superconstellation. Hoy, medio siglo después, la estación marítima parece haber recobrado su razón de ser, gracias a los inmensos cruceros de turistas que nos visitan.

Pero volvamos al Cristo. Al Cristo que se quiso quedar en nuestra ciudad y que no calmó las olas hasta que fue llevado a la iglesia colegiata de Santa María. Y ahí se quedó para que, desde su cercanía, ayudarnos a todos los vigueses a superar nuestras dificultades. El origen de la imagen del Cristo en Vigo se difumina entre la leyenda y la conjetura. No se sabe ni dónde, ni cuándo, ni quién la talló, ni tan siquiera cuando llegó, ni quién la donó. Hasta la fecha, sólo se sabe que estaba ahí, en la Colegiata, al menos, desde 1740, pero es posible que desde mucho antes. La tradición nos dice que llegó al puerto en un barco de la sal, que sus tripulantes la habían encontrado aboyando en el mar. Las leyendas, siempre tienen un fondo de realidad. Si la tradición lo dice, por qué dudarlo.

El comercio marítimo de la sal siempre fue intenso. En la antigüedad la sal era un producto de primera necesidad; se utilizaba en grandes cantidades para conservar carnes y pescados, para el curtido de pieles e incluso para abonar los campos, y Galicia, debido a su meteorología, siempre fue deficitaria. La sal venía por mar mayoritariamente desde salinas atlánticas, como las de San Lúcar de Barrameda, San Fernando o Aveiro, aunque también levantinas.

Está claro que la imagen del Cristo tuvo que haber sido rescatada en el litoral sur de la Península Ibérica y más probablemente en el Atlántico; tal vez hubiese sido arrojada al mar por piratas berberiscos o luteranos. Desde el siglo XIV la sal era un monopolio real y la corona controlaba su almacenaje y distribución en depósitos especiales denominados alfolíes. Precisamente, a principios del siglo XVIII, había llegado a Vigo, como administrador de los alfolíes de la sal de Vigo y Cangas, don Toribio Menéndez del Villar, hermano mayor de mi sexto abuelo don José Menéndez del Villar. Este don Toribio fue quien edificó la casa de la calle Real en la que nació mi padre y en la que todavía moran mi tío don Luís Bárcena de Castro y su familia, y la familia de mi tío José.

Ánimo de los vigueses

La devoción al Cristo debió de coincidir en el tiempo con su arribada a Vigo. No cabe duda que, su milagrosa voluntad de querer quedarse en nuestra ciudad, debió de influir en el ánimo de los vigueses. Sin embargo, carecemos de registros históricos sobre su temprana devoción. Hay que tener en cuenta que la patrona de Vigo es Santa María, bajo la advocación de Nuestra Señora de la Asunción y que, durante el Antiguo Régimen, la festividad más grande de la villa era la del Corpus. Por aquel entonces, las familias más destacadas de Vigo litigaban por el privilegio de portar cada uno de los varales del palio. Testigo mudo de aquellos tiempos es uno de los escudos del pazo de San Roque, perteneciente a los Méndez de Sotomayor, que se encuentra flanqueado por sendos varales, privilegio que ostentaba orgullosa dicha familia. Aún así y todo, nos han quedado algunos vestigios de la antigua devoción al Cristo. Dos de los barcos armados en corso por don Buenaventura Marcó del Pont, el primero durante la guerra de Independencia de los Estados Unidos (1775-83) y el segundo durante la guerra con Inglaterra a consecuencia del Tratado de San Ildefonso (1796-97), se llamaban respectivamente "Cristo de la Buena Victoria" y "Santísimo Cristo de la Victoria".

Es de mencionar que don Buenaventura fue mayordomo y tesorero de la iglesia de Santa María, durante los años del proyecto e inicio de la construcción de la nueva colegiata. La antigua de estilo gótico, había sido gravemente dañada por la explosión de un polvorín el 28 de marzo de 1813. Don Buenaventura, como tantos otros devotos del Cristo, era un vigués de adopción, que llegó a nuestra ciudad desde su Calella natal con escasos veintidós años; aquí se casó y aquí falleció, después de haber contribuido de manera significativa al progreso de Vigo y de Galicia. A comienzos del siglo XIX la devoción al Cristo ya debía de ser grande, ya que, cuando los vigueses reconquistaron la plaza fuerte, atribuyeron la victoria a su divina ayuda. A partir del triunfo sobre las armas francesas del 28 de marzo de 1809, el Ayuntamiento de Vigo acordó festejar anualmente al Santísimo Cristo de la Victoria. Y aquí estamos, doscientos tres años después, celebrando la festividad de nuestro Cristo. Desde entonces, y a pesar del laicismo imperante en la sociedad española del siglo XXI, la devoción al Cristo no ha cesado de crecer, convirtiéndose en uno de los actos de fe más multitudinarios de España. Sin duda podrá haber a lo largo y ancho del Mundo otras devociones cristianas que congreguen a un número superior de fieles, sin embargo, sospecho que nuestra procesión anual es una de las mayores.

Con frecuencia he leído que el Cristo es llamado de la Victoria como consecuencia del triunfo de las armas gallegas sobre las francesas, pero esto no es así. En el primer documento conocido que se hace mención a nuestro Cristo, datado en 1740, ya se le nombraba Santísimo Cristo de la Buena Victoria. También, en el mismo siglo XVIII, así se denominaban dos de los buques de don Buenaventura Marcó del Pont. En España hay otras imágenes del Cristo de la Victoria, unas veces en la cruz y otras de eccehomo. De estas otras imágenes, las más renombradas son la de La Laguna en Tenerife y la de Serradilla en Cáceres. Todas ellas representan la buena victoria, la que logró el Señor sobre el pecado o, lo que es lo mismo, el triunfo de la vida sobre la muerte. La victoria de las armas, aunque sea por una causa justa, no puede ser denominada buena victoria, sino simplemente victoria. (...)

Por último, quisiera elevar una petición a nuestro Cristo: Santísimo Cristo de la Buena Victoria ilumina la inteligencia de nuestros gobernantes para que cada uno de ellos acierte en su cometido, conduciendo a la Patria por la senda del progreso intelectual y del bienestar material.

¡Felices fiestas del Cristo de la Victoria!

*Conde de Torre Cedeira