La publicidad se fundó para que el consumidor distinguiera unos productos de otros. El objetivo inaugural degeneró por el camino en la homogeneización de todas las opciones, hasta desembocar en las odiosas marcas blancas. Durante la última década, la mercadotecnia estalinista ha extendido la voluntad uniformadora a la denominación de las grandes corporaciones, que debía acabar por fuerza en -ia o -alia. Por ejemplo, una cadena de burdeles pasaba a titularse Prostitucionia. Y una empresa de seguridad, Represalia.

El planetia avanzia con gracia hacia una edad doradia, pero la falta de inventiva de los publicitarios no sólo ha contribuido a que todas las cosas se llamen igual. Coadyuva además al hundimiento económico. De repente, las empresas acaban literalmente en -ia, y se derrumban. Ahí están por ejemplo las entidades financieras Bankia y Dexia, donde el castigo de los mercados no afecta únicamente a sus contenidos, sino a su deplorable denominación.

La insistenc-ia en las marcas repetidas debía zanjarse con la indiferenc-ia, pero ha reportado traged-ia y desgrac-ia a quienes creyeron que el secreto de la supervivenc-ia estaba en el nombre. Si Angelia Merkelia no lo remed-ia, las innumerables compañías europeas terminadas en -ia y -alia se desplomarán sucesivamente. Salvo Aleman-ia, claro.

Los mercados hacen justic-ia, y han condenado la falta de imaginación, el único crimen que no podía asociarse al siempre creativo capitalismo. Advertidos por este artículo, los cerebros de las agencias de publicidad rastrearán nuevos sufijos de uso obligatorio. Tras la remisión de las banalias, prepárese para un aluvión de terminaciones en -ion o -ium. No es probable que se detengan en una mera masculinización en -io, como el protagonista de Cela que llamó Cojoncio a su hijo. Tras infinitas probaturas, concederán que la denominación óptima para una entidad financiera es Bancobank. Sin complejos.