La grave crisis económica y social que padecemos se afrontará con más determinación y esperanza si las instituciones del país funcionan, si no se debilitan o cuartean por la impericia, la frivolidad y la irresponsabilidad de quienes las encarnan, dirigen o integran. Además de esto, las instituciones de un Estado democrático –permanentemente disponibles por la comunidad nacional mediante la reforma de la Constitución y de las leyes– deben justificar cotidianamente la razón de su existencia, la corrección e idoneidad de sus métodos, el acierto de sus políticas y hasta la honorabilidad de sus miembros. Echemos, pues, un rápido vistazo a la actualidad de nuestras instituciones.

1. Resulta evidente que el prestigio de la Corona está atravesando momentos delicados, ajenos, sin embargo, a la impecable trayectoria constitucional de su titular. Dejemos aparte el incidente de la regia caza de elefantes, verdaderamente nimio en su entidad, aunque la inopinada trascendencia adquirida revela un cambio en la sensibilidad y los valores sociales del que el Rey, cuya magistratura de influencia requiere un aura especial, debe tomar buena nota.

Ahora bien, la mayor amenaza para la monarquía procede hoy del asunto Urdangarín, que puede transmitir a toda la Familia Real un estigma de falta de ejemplaridad sumamente pernicioso. A pesar del desmarque de don Juan Carlos en su mensaje navideño, los efectos demoledores de este procedimiento penal están calando ya en el pueblo llano, que, entre otras cosas que empiezan a olerle mal, se pregunta por qué la Infanta Cristina no ha sido llamada a declarar en sede judicial, igual que la esposa del otro principal coimputado. De rebote, han surgido también preguntas sobre la estructura y distribución de los gastos de la Casa Real, lo que ha obligado a introducir prácticas de publicidad hasta ahora inéditas. Tales prácticas debieran continuar y extenderse por el bien de la institución, a la que, por cierto, se le hace un flaco favor excluyéndola de la proyectada Ley de Transparencia, Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno. El que el Rey distribuya "libremente", según la Constitución, la consignación presupuestaria "para el sostenimiento de su Familia y Casa" no impide que los criterios distributivos se hagan públicos y que la ejecución del gasto se intervenga y controle, como sucede en todas las dependencias estatales.

En realidad, la regulación de la Corona y de la Familia Real en nuestro ordenamiento es sumamente parca, haciéndose cada vez más necesaria una ley de las Cortes que regule la institución de una manera global: estatuto procesal y fuero jurisdiccional de sus miembros, incompatibilidades y prohibiciones de los mismos, registro de intereses, responsabilidad patrimonial de la Casa del Rey, orden sucesorio y renuncias regias, funciones representativas y delegadas del Príncipe de Asturias, etc.

2. Tanto el Congreso como el Senado adolecen del arraigado vicio de demorar durante años la renovación del Tribunal Constitucional (TC), que exige en cada Cámara una mayoría de tres quintos, lo cual facilita el bloqueo (en lugar de propiciar el consenso) desde un entendimiento partidario del sistema de cuotas. La vacante dejada por el fallecimiento del magistrado García Calvo debería haberse cubierto en 2008, y el mandato de los magistrados Gay, Delgado y Pérez Vera concluyó en 2010. Nuestros parlamentarios incumplen así la Constitución. Es más: cometen una deslealtad institucional gravísima, originada por el afán de los partidos de controlar a los órganos de garantía. Lo propio ocurre cuando se trata de renovar el Tribunal de Cuentas, el Defensor del Pueblo y el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). En el supuesto del TC, debería, a mi juicio, modificarse su ley orgánica en un doble sentido: a) suprimiendo la prórroga de funciones de los magistrados cesantes, de modo que, como dispone la Constitución italiana, la conclusión del mandato implique el cese inmediato en el cargo; b) elevando a diez el número mínimo de magistrados para la adopción de acuerdos. Hace mucho tiempo ya que los partidos mayoritarios, ayunos de las más elementales virtudes republicanas, han agotado nuestra paciencia.

3. Escenario de guerras feroces entre unos Vocales vinculados a las poderosas asociaciones judiciales y/o a los partidos políticos, del CGPJ suelen venir noticias poco reconfortantes. En los últimos tiempos los gastos de su Presidente (efectuados reiteradamente en larguísimos fines de semana pasados en Marbella) y su misteriosa naturaleza público–privada revelan la opacidad del órgano de gobierno de los jueces y el carácter de espléndida sinecura de la que gozan quienes a él pertenecen. El Ministro de Justicia se ha opuesto a la comparecencia parlamentaria del Sr. Dívar, interesada por la oposición en el Congreso al objeto de recabar explicaciones, aduciendo el respeto a la división de poderes. Curioso argumento, si se tiene en cuenta: a) que el CGPJ no es un órgano jurisdiccional; b) que la Constitución establece que las Cámaras y sus Comisiones pueden recabar la información que precisen de "cualesquiera autoridades del Estado"; c) que la propia Ley Orgánica del Poder Judicial prevé al menos un supuesto de comparecencia presidencial ante las Cortes Generales anualmente; d) que el Tribunal Constitucional, en su Sentencia 208/2003, no participa de los escrúpulos del Sr. Ruíz–Gallardón; y e) que don Carlos Dívar compareció ante la Comisión de Justicia del Congreso el 16 de marzo de 2009 ¡a petición del Grupo Parlamentario Popular!

Además de lo anterior, y a la vista de su papel institucional en sus más de treinta años de existencia, el CGPJ, compuesto por 21 miembros magníficamente retribuidos con la misión de gobernar a sólo cuatro mil jueces, ¿resulta verdaderamente indispensable para garantizar la independencia judicial? Un órgano de estas características únicamente existe en un número ínfimo de países, sin que tal carencia comprometa en los restantes los pilares del Estado de Derecho.

Otra pregunta: la próxima reforma legal para hacer que 12 de los miembros del Consejo sean directamente elegidos por los jueces, en lugar de serlo por el Congreso y el Senado, aun siendo más acorde con la Constitución, según ha declarado el TC, ¿no convertirá al CGPJ definitivamente en el supersindicato de la judicatura, acentuando los perfiles corporativo–estamentales del colectivo judicial? Esto atufa a Antiguo Régimen.

4. El Gobierno está haciendo un uso masivo de los decretos–leyes, disposiciones que la Constitución reserva para casos de "extraordinaria y urgente necesidad"; o sea, y de conformidad con la jurisprudencia constitucional, para cuando devenga imposible la aprobación de una ley por el procedimiento parlamentario de urgencia. Desde luego, la situación económica es muy seria. Sin embargo, pretender que el alza imparable de la prima de riesgo se puede frenar mediante reformas adoptadas a golpe de Decreto–ley parece claramente una ingenuidad. ¿Ha contentado a los mercados la rapidísima reforma constitucional de hace unos meses? A todas luces no. Debe, pues, el Gobierno sosegarse, acudir al procedimiento legislativo parlamentario y propiciar el mayor compromiso posible con las demás fuerzas políticas. La histeria de las regulaciones gubernamentales urgentes dotadas de fuerza de ley, al igual que las demás formas de histeria, supone una somatización muy dañina: ante los temibles "mercados" sólo evidencia pánico y confusión. Añádase, en favor del ya imprescindible pacto de Estado, que en tiempos de semejante turbulencia la mayoría absoluta que sirve para convalidar sin problemas en el Congreso la incontinencia legislativa del Gobierno se asemeja a las bayonetas: valen para todo menos para sentarse sobre ellas (Napoleón "dixit").

España necesita ante todo credibilidad. Y a tal fin es mucho mejor una investigación parlamentaria sobre Bankia (como haría el Congreso de los Estados Unidos) que 20 Decretos–leyes.

*Catedrático de Derecho Constitucional