Con la ayuda del Apóstol y de la Virgen del Empate, el Celta ascendió ayer a los cielos tan solo una semana después de que su íntimo enemigo del Norte levitase hacia la Liga de las Estrellas en la que refulgen los Messi, los Xavi, los Iniesta, el santo Casillas y, como es lógico, uno que se llama Cristiano. Más que un simple deporte, el fútbol es un asunto de muy honda raíz teológica, como se ve.

Son precisamente los teólogos quienes definen el infierno como la privación de ver a Dios. Exactamente lo mismo sucede con los equipos que pierden la gracia del juego y se ven condenados a purgar sus pecados en el Averno de la Segunda. Si fuera de la Iglesia no hay salvación, tampoco esta existe para aquellos que caen en esa Liga subalterna donde la falta de televisión convierte en invisibles a equipos y jugadores. También a ellos se les priva de la posibilidad de ser vistos y, por lo tanto, de existir.

Hay más analogías entre fútbol y religión, naturalmente. Los equipos aspiran a la gloria de la Champions, tocan el cielo con el título de Liga –o con un mero ascenso– y se abisman en las calderas de Pedro Botero cuando su pecaminoso comportamiento sobre el campo los arroja a Segunda. Lógicamente, los partidos se juegan en recintos bautizados con el nombre de catedrales como el bilbaíno de San Mamés o el antiguo Wembley. Ya sea en estos, ya en los más modestos templos de Balaídos y Riazor, es común a todos los casos que se exija a los feligreses sentados en las gradas una adecuada cuota de sufrimiento antes de alcanzar el Paraíso. A cambio, los fieles suelen gozar o padecer en esa misa semanal del balompié toda suerte de experiencias místicas: desde la agonía por el incierto resultado a la amargura de la derrota e incluso el éxtasis de una victoria en el último minuto (y a poder ser, de penalti inexistente).

No ha de extrañar, por tanto, que el Celta se acoja al alto patronazgo del Apóstol en su camiseta presidida por la Cruz de Santiago; o que los clubes, en general, acudan a agradecer sus éxitos a toda suerte de vírgenes y santos. Más devotos aún, los equipos gallegos agregan a esa pía costumbre la de recompensar los servicios del Apóstol con la promesa de hacer a pie el Camino de Santiago, imparcialmente cumplida en su día por el presidente céltico Horacio Gómez y el entrenador deportivista Javier Irureta.

Solo a los profanos o a los decididamente ateos sorprenderán los arrebatos casi místicos que la entrada de un balón en la red desata entre la parroquia. En esa especie de orgasmo colectivo se confunden lo sagrado y lo profano. Tanto, que la Federación se vio obligada a tomar cartas en el asunto cuando los jugadores, arrastrados por la pasión del juego, comenzaron a celebrar los goles con besos en la boca y a despojarse de camisetas y hasta calzones en módicos amagos de striptease.

Esas son, a fin de cuentas, meras anécdotas de un deporte que se mueve en los terrenos religiosos del tormento y el éxtasis. Lo que importa ahora es que, tras pasar con Rimbaud una temporada en el infierno, los dos principales equipos gallegos acaban de sentarse a la derecha de Cristiano y Messi en el Paraíso. Si a ello se añade que, según cálculos oficiales, el doble ascenso elevará en un 0,25 por ciento el PIB de Galicia, no queda ya duda alguna de que estamos en la gloria. La crisis puede esperar.

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