Hace apenas ocho meses desde su fallecimiento en Tamallancos, pero parece una eternidad. Siempre tuve expectativa de tratarle con más asiduidad, pero las distancias migratorias nunca dejaron tiempo suficiente. Guardaré siempre, sin embargo, el grato recuerdo de una visita a su casa del Cumial, a donde me llevó un muy amigo suyo en Cartelle y Alemania, Braulio Iglesias. Creo que era feliz en aquel espacio diseñado en gran medida por él mismo. Lo denotaba la difícil combinación de sencillez y amplitud, lo a mano que estaba todo y, sobre todo, cómo hablaba de cada cosa que se le preguntaba, fruto de su ingenio, ocupación y preocupación. Resultaba un espacio cómodo para la creatividad, rodeado de una naturaleza entre agreste y domesticada pero muy próxima, y muy envuelto en la propia obra que iba saliendo de sus manos y de la de algunos amigos.

Debió sentir mucho el tener que dejar aquella casa, al ver cómo eran de arriesgados los incendios, devoradores no sólo de la frágil cubierta vegetal de aquel enclave sino de cuanto de vida hubiera próximo. Aunque los espacios de Tamallancos y de los Chaos de Amoeiro –a donde se retiró después tras las huellas de su admirado Otero Pedrayo– son mucho más suaves y delicados, es casi seguro que nunca dejó de sentir en su memoria la peculiaridad del Cumial, en una cota de altitud en que ya se divisa el Val da Rabeda y sus ritmos florales de transición hacia la mediterraneidad climática. Me alegro de que se haya inaugurado el pasado 26 de abril una exposición antológica de su obra: antes del ocho de julio, muchos orensanos que no le hayan conocido podrán apreciar cómo sentía al paisaje y a la gente de su tierra. En ese amplio conjunto de 76 obras de diversa factura, podrán ver igualmente el trabajo de toda una vida entregada a tratar de expresarse mejor.

Puestos a mantener vivo su recuerdo, y al margen de la obra que podamos ver acogida en alguno de los museos de la ciudad, llamaré la atención sobre dos obras menores suyas que se han ido deteriorando a la vista de todo el mundo. Me refiero a dos trabajos sobre cerámica, situado uno en las cercanías de Monterrey, en el cruce de la carretera de Ourense-Trives con la que enlaza los polígonos industriales de Pereiro de Aguiar y San Cibrao das Viñas. El otro está ubicado en la carretera de Celanova a Bande, en las proximidades de Verea. No sé si le encargaron alguna señalización más de este género, que pretendía llamar la atención a los viajeros sobre algún punto de relativa placidez en la carretera. Sí sé de cierto que, a medida que he tenido necesidad de pasar a su lado, he podido comprobar cómo se iban deteriorando. Pobablemente no fuera excesivo pedir que se restauraran dichos espacios o que, al menos, alguien recogiera de la incuria lo que resta de aquella humilde contribución pictórica, preciado testigo, sin embargo, de la preocupación por dignificar un incipiente mercadeo turístico que nunca cuajó del todo en la provincia ourensana.

Lo mejor que tiene la expresividad artística es que permite –si es valiosa de verdad– una rica variedad interpretativa a quienes la contemplan. La de Virxilio tiene un conjunto de peculiaridades que, de entrada, hacen de su nombre en gallego –como el del poeta Virgilio lo fuera para los romanos– un auténtico denominador, cálido e inconfundible, dentro del conjunto de pintores que nacieron y se hicieron en Ourense. Un primer rasgo de su singularidad es que no encaja bien en la asignación que casi siempre le han hecho de pertenencia a una tendencia pictórica que unos denominan expresionismo y otros informalismo. Este recurso clasificatorio no pasa, a mi entender, de acomodaticio tópico que poco nos dice de su pintura. Algo hay de esta estilística en sus maneras, especialmente por el uso amplio que hace del trazo grueso en muchas de sus composiciones y por cómo, en la mayoría de los casos, los refuerza con otras líneas complementarias que tienden a destacar la esencialidad de lo que quiere decirnos, dejando los espacios intermedios colonizados por colores planos de gran intensidad; coloraciones de variable tonalidad dominante según etapas y momentos, que refuerzan la percepción visual con una también significativa varianza de aproximación afectiva al asunto pintado. Creo, no obstante, que el hipotético expresionismo virxiliano poco tiene que ver con lo que de este movimiento pudo percibir en sus frecuentes estancias en Alemania o, anteriormente, en París. Primero, porque para esas fechas el expresionismo alemán ya era ante todo objeto de museo y, segundo, porque su tangencialidad con este estilo, sin duda apreciable en su trabajo, puede encontrar explicación suficiente en las tradiciones expresivas galaicas. En las de ámbito ligeramente más religioso, ahí están –con similares métodos expresivos– las figuras de muchos petos de ánimas, la factura emplomada y colorista de muchos vitrales o la múltiple narratividad románica –tanto la escultórica como la pictórica–, por no mencionar las maneras en que trabajaban sus exvotos, joyas y fíbulas los visigodos. Y en las de más andar por casa, el expresionismo informalista virxiliano siempre me ha traído a primer plano las exquisitas maneras de nuestras "tecedeiras", tanto cuando trataban de hacer y decorar con ricos colores primarios espléndidas colchas de lana o lino, como cuando, con menos solemnidad pero no menor expresividad colorista, de confeccionar ropas de abrigo de similares materiales se ocupaban. Cabe decir, pues, que la obra de Virxilio es genéricamente expresionista como lo son muchísimas de estas prendas que, de diversos modos, hemos tenido en nuestras manos y ante nuestros ojos. Añadiría, además, que, por este mismo motivo, el del pintor orensano es un expresionismo apacible: no tiene la carga de dureza con que le marcaron sus principales mentores originarios.

Virxilio, por otro lado, testimonia de cerca qué pasa en el tiempo ourensano que le ha tocado vivir. La suavidad de su expresionismo compagina muy bien con el recuerdo melancólico y añorante –que no nostálgico– de un tiempo y unas escenografías que se están yendo y no volverán. Cada cuadro suyo tiende a ser una historia, casi siempre comprensible, de un pasado más o menos reciente, pero pasado ya, o de algunas novedades que la cambiante sociología –especialmente aguda en lo años sesenta– le hizo percibir como llamativa y digna de ser recordada. En esta amplia panoplia narrativa, en que hasta los paisajes son contados y en que algunas veces han asomado algunos desnudos de gran ingenuidad, tengo para mí que lo que mejor contó –porque se nos iban– fueron escenas de la vida rural en su vertiente de más amable humanidad: las mujeres de Virxilio, con sus redondeces, hoyuelos, radiantes rubores, pañuelos y sayas, son además, un testimonio espléndido de unos idealizados prototipos de mujer. No es el único en esta tradición. Cada uno a su modo, Laxeiro, el propio Quessada, Vidal Souto y, sobre todo, Baltar en sus figuras de barro, nos han dejado muestras de un imaginario similar poblado de ruralidad y maternidad galaicas. Al traducir esa temática a su peculiar informalismo expresivo, tiene el indudable mérito de habernos hecho percibir y sentir tempranamente –en una modernidad de lenguaje que a sus clientes extranjeros les resultaba muy atractivo– que existe belleza más allá del cansino costumbrismo popular.

Para concluir esta aproximación a nuestro querido pintor, quisiera añadir que, para quienes hayan seguido de cerca o de lejos su larga dedicación artística, Virxilio ha sido, para fortuna de todos, un ilustrador concienzudo. Ha cumplido con nosotros el delicado y didáctico papel de acompañarnos con sus hallazgos pictóricos en que se hacía eco de cosas importantes que nos iban sucediendo, muchas de las cuales perderíamos irremisiblemente. Será difícil que se nos borren de nuestra memoria esa especie de ilustración que son sus cuadros y murales ritmando la imparable sucesión de las páginas de nuestras vidas: gran parte de su obra glosa intermitentemente hitos importantes de nuestra historia. Y se reafirma y amplifica esta impresión si echamos cuenta de la cantidad de gráfica que dejó en carteles de eventos diversos, en libros de autores relevantes e, incluso, en los etiquetados que resaltan algunos de nuestros vinos. ¡Lástima que, en lo que nos quede de trayectoria vital, la grata compañía de su trazo cálido y cariñoso ya no pueda arroparnos si no es en el recuerdo!