Es un fenómeno del que por principio uno debería felicitarse: las colas son cada vez más largas frente a las puertas de los grandes museos. Estos, al menos los más conocidos internacionalmente, atraen a las masas, sobre todo cuando se anuncia alguna nueva exposición de un pintor famoso o a una colección extranjera, precedida de la oportuna publicidad.

La galería Tate Modern, de Londres, el museo de arte moderno más visitado del mundo, registra diariamente auténticas avalanchas humanas y uno se siente a veces como en el Metro a la hora punta.

Ni que decir tiene que la experiencia de las masas en los museos puede resultar todo menos agradable. Y uno observa además con estupor cómo muchos visitantes pasan velozmente por las salas, echando en el mejor de los casos desde lejos una rápida ojeada a los cuadros allí colgados o leyendo la pequeña explicación que los acompaña sin fijarse siquiera en la obra.

Muchos turistas parecen no ver nada si no es a través del visor de sus cámaras digitales, y cuando se les permite usarlas sin flash, se dedican a disparar ininterrumpidamente como si quisieran llevarse en sus sistemas electrónicos todo el contenido del museo.

Acaso se trata de poder ver luego en casa lo que antes no se molestaron en mirar o, lo que es aún más probable, mostrárselo a sus amigos. Uno tiene la impresión en muchos casos de que si estuvieron en el museo es porque ello formaba parte del itinerario turístico, incluso en una rápida visita a la ciudad, y había que haber estado allí.

Y en el caso de alguna obra muy conocida por alguna misteriosa cualidad, unida a la cantidad de veces que ha sido reproducida, como puede ser la Gioconda, de Da Vinci, en el Louvre, ocurre que el aficionado apenas logra acercarse muchas veces a ella y se ve obligado a mirar por encima de las cabezas del grupo que tiene delante.

Otras veces, la serena contemplación de un cuadro se ve perturbada por las explicaciones de algún maestro que ha llevado a un grupo de párvulos a ver por ejemplo el "Guernica", de Picasso, en el Reina Sofía para preguntarles en voz muy alta si ven el cuerno del toro o si reconocen al caballo. Como si no existiesen buenas reproducciones o proyectores de diapositivas para ese tipo de prácticas escolares.

Hay museos, sin embargo, sobre todo en ciudades más pequeñas o menos frecuentadas por el turismo que son auténticos oasis de paz, donde uno puede pararse a gozar de obras de pintores tal vez menores, o incluso mayores, pero que no han aparecido mil veces en los libros de arte y cuyo descubrimiento siempre resulta una enriquecedora sorpresa.

E incluso puede ocurrir, en el caso de que un museo acoja una exposición itinerante dedicada a algún artista que las salas donde está instalada se llenen diariamente de gente mientras otras zonas del museo, donde hay a veces obras de calidad superior de ese mismo y otros artistas permanecen casi vacías.

Es sin duda el efecto de la publicidad que rodea a ese tipo de exposiciones, que sirven, entre otras cosas, para que los visitantes se lleven luego a casa algún cartel o un catálogo que les recuerde su visita o que puedan regalar.

Hace ya más de un cuarto de siglo y después de que el Gobierno socialista español de Felipe González decidiese la gratuidad de todos los museos, medida desde entonces revocada al menos en parte del territorio nacional, Francisco Ayala se planteaba una serie de interrogantes relacionados con la deseable "participación popular en los bienes de la cultura dentro de una sociedad de masas con las características de la actual" ("La Retórica del periodismo y otras retóricas. Coleccción Austral).

Y el escritor y sociólogo granadino se preguntaba entonces si la visita en masa de los museos, una consecuencia directa del llamado turismo cultural, era, "dentro de las condiciones del mundo actual, la mejor manera de garantizarles (a los seres humanos la) participación" en la común herencia de la humanidad, a la que, según reconocía, todos tienen derecho.

Haciendo una comparación con la industria fonográfica, que puso al alcance de todo el mundo las más perfectas reproducciones de "la ejecución musical más exquisita", se preguntaba Ayala por qué en el terreno de las artes plásticas no se aprovechaban los adelantos tecnológicos para montar en todas partes lo que llamaba "museos de reproducciones", que evitarían entre otras cosas el riesgo siempre inherente a los transportes de delicadas obras de arte de un lado para otro.

Es cierto que se perdería entonces el aura del objeto original, ése del que hablaba el alemán Walter Benjamin. Pero un museo de ese tipo instalado en cualquier centro de población tendría al menos una nada desdeñable función educativa.