Una empresa farmacéutica acaba de reclamar su derecho a la compra de la sangre de los parados, prohibida de momento por la ley y por cierto exceso de escrúpulos en España. Se conoce que el país va peor aún de lo que pensábamos. El Gobierno escatima medicinas a los pensionistas, el Fondo Monetario Internacional lamenta que la gente se muera más tarde de lo que debe y por último –aunque no lo último– llegan ahora unos mayoristas de la venta de plasma dispuestos a hacer sangre con la gente sin trabajo.

Alega el presidente de la multinacional Grifols que, si la ley se lo permitiese, su empresa retribuiría con unos 60 o 70 euros por semana la donación de cada trabajador español sin empleo. No parece una cifra exactamente tentadora, pero el autor de la oferta hace notar que, agregada al subsidio de paro, esa sería "una forma de vivir" como otra cualquiera para los desempleados que se animasen a comerciar con el líquido que circula por sus venas.

Tal vez urgido por otros asuntos, el Gobierno no se pronunció aún sobre la posibilidad de reformar la ley que veda la compraventa de sangre; pero en estos casos hay que ponerse siempre en lo peor. Grifols asegura que el negocio del plasma generaría no menos de 5.000 puestos de trabajo en España, a lo que todavía conviene sumar los 400 millones de euros trasvasados a la economía del país en concepto de pagos a los donantes: ya fuesen parados o no.

Son cifras lo bastante cautivadoras como para que cualquier gobierno agobiado por la deuda considere la posibilidad de aliviar los gastos del paro y, a la vez, ingresar el IVA correspondiente a esas transfusiones pagadas. No es seguro ni aun probable que Rajoy vaya a incluir esta medida en alguno de sus próximos paquetes de reformas, pero tal vez inquiete ya el hecho mismo de que alguien se atreva a plantearla.

Lo habitual hasta ahora venía siendo que el Estado sangrase metafóricamente a los ciudadanos por medio de impuestos que, aun dejando exangües sus bolsillos, respetaban al menos las venas de la población. La propuesta de la multinacional del plasma supone otra vuelta de tuerca al sugerir que los parados contribuyan literalmente con su sangre a la mejora de sus condiciones de vida y a levantar la economía del país.

La idea remite inevitablemente a Drácula, por más que Vlad el Empalador no fuese el chupasangre sobre el que luego fantaseó Bram Stoker en su famosa novela. En realidad, el príncipe de Valaquia –y héroe nacional de Rumania– ofrecía rasgos más interesantes que acaso lo vinculen con mayor exactitud a la situación actual. Es fama más o menos legendaria, por ejemplo, que el verdadero Drácula eliminó a los pobres y enfermos de su país sin más que convocarlos a un banquete e incendiar después el comedor donde los había reunido.

Si bien algo expeditivo en sus procedimientos, el príncipe Vlad podría reclamar para sí el mérito de haber ejecutado de esa manera el primer plan de ajuste económico de la Historia. Mucho más moderados, por fortuna, los modernos discípulos de Drácula se limitan a quejarse de lo mucho que vive la gente y a cobrarles una parte del precio de sus medicinas a los jubilados, para que no se envicien con el frasco. La de sacarles la sangre no pasa de ser, por el momento, una mera proposición.

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