Hace unos años, las capacidades atribuidas a la política eran tales que el candidato se presentaba con la sonrisa y la mirada esperanzadas de quien se siente capaz de hacer aquello en lo que cree. Luego, la realidad rebajaba aquello en que se creía a lo que se podía.

Cada vez más la política se presenta con el rostro grave del deber y cambia las aspiraciones de altos vuelos por promesas de bajo coste, avaladas por garantías como la confianza, la seguridad o el sentido común, más bien conservadoras. Esa política ceñuda antepone el deber al creer y –como deber no es creer– ni siquiera hace falta aspirar a conseguir algo de lo que se está persuadido. Ese deber no es autoimpuesto, sino impuesto. No se trata de la vieja y elevada apelación al sentido del deber (de la que se debe desconfiar), sino la mera y rasa realización de los deberes (de la que no cabe esperar nada). Esta clase política está formada por alumnos que sólo hablan de hacer los deberes.

Para los que ponen los deberes, Mariano Rajoy está siendo un mal estudiante. Ha tardado en sentarse a estudiar el examen –retrasando los Presupuestos Generales hasta después de las elecciones andaluzas– y no llevaba preparado el tema más gordo: la reforma financiera. Los economistas que trabajan para los principales bancos españoles ponen como deberes que se acuda al Fondo Europeo de Estabilidad Financiera para recapitalizar el sistema financiero español.

Mariano Rajoy es un estudiante normal, es decir, una persona a la que no le gusta estudiar. Ha dicho que no le gustan las subidas de impuestos, el repago sanitario, las amnistías fiscales ni que el dinero de todos los españoles se vaya a rescatar a los bancos. No le gustan esos temas, pero como ahora la política es hacer lo que no quieres acabará, muy aplicado, todos los deberes que le han puesto porque necesita el aprobado y la aprobación. No se sabe para qué.