Vuelve uno a las plazas donde jugaba de niño y las encuentra totalmente transformadas: lo que eran antes superficies de arena rodeadas de setos de boj o sombreadas por frondosos plátanos se han convertido en terrazas de cafés o restaurantes que van poco a poco invadiéndolo todo.

Algo parecido ocurre en las calles que le eran a uno familiares y donde mesas y sillas, con sus aparatosas sombrillas portadoras de publicidad, apenas dejan circular ahora al viandante.

En otros lugares públicos, poderosas empresas de telefonía móvil o de cualquier otro sector instalan enormes tribunas desde donde resuenan a través de altavoces la música más estrepitosa, que sólo se interrumpe de vez en cuando para dar paso a machacones mensajes publicitarios de la firma patrocinadora.

Otros espacios peatonalizados son aprovechados por clubes deportivos para hacer exhibiciones o competiciones con las que atraer al público más joven mientras que las estaciones de metro se rebautizan con el nombre de multinacionales extranjeras. Así la de la madrileña y castiza Puerta del Sol añade a su nombre tradicional el del producto de un gigante de la electrónica surcoreano.

Los Ayuntamientos necesitan cada vez más dinero para financiar sus servicios al ciudadano. Y la prestación de esos espacios públicos para fines privados parece ser una forma eficaz y sencilla de recaudar nuevos fondos.

Y por nuestra parte estamos ya tan sometidos al bombardeo de la publicidad, que nos llega a cualquier hora y desde todas partes –basta encender el teléfono móvil o acceder a internet--, tan acostumbrados estamos al incesante ruido ambiente que nos hemos vuelto insensibles a esa paulatina conversión de nuestras urbes en un gigantesco "shopping-mall".