En el corazón del Imperio, frente a las Casas del Parlamento y con la abadía de Westminster a mano derecha, se levanta la estatua con la que los ciudadanos del Reino Unido honran a Winston Churchill. Cabría preguntarse qué es lo que pensarán los jóvenes al contemplar el bronce que representa, de forma lamentable, a un anciano decrépito. El Churchill de verdad no fue ése. En un pueblo que tiene en su monarca –rey o reina– la representación más alta de la idea de patria, Churchill eclipsó a un Jorge VI cuya figura ha necesitado de la ayuda del cine para ganar algo de popularidad. Y los cimientos del fervor popular los forjó Winston Churchill prometiendo a los británicos, a título de toda recompensa, sangre, sudor y lágrimas. Dio por supuesto que entenderían el mensaje implícito: ese es el precio que había que pagar por la libertad en uno de los momentos más difíciles por los que pasó el Reino Unido.

Churchill no fue el primero en utilizar el mensaje pero sí el que más réditos sacó de él. Tantos como para que, setenta y dos años más tarde, Mariano Rajoy haya utilizado una fórmula semántica muy parecida para justificar las medidas tomadas nada más estrenar su cargo; en la España de hoy, los sacrificios son necesarios. Pocos dudan que en nuestro país y fuera de él hay que arrimar el hombro en estos tiempos pero, ¿para qué? Lo que Churchill pidió a sus ciudadanos era un esfuerzo común en la lucha contra la barbarie nazi. ¿Cuál es el objetivo ahora?

Esta crisis cuyo origen se conoce de sobras ha ido derivando por derroteros que escapan al sentido común. Si lo que falló es un sistema financiero sostenido por la especulación y la desmesura, parece lógico que las medidas a tomar habrían de pasar sobre todo por el saneamiento de ese pilar de la economía global. Pero la refundación del sistema capitalista que anunció en su día otro presidente, Sarkozy, ha quedado en nada sustituyéndose poco a poco por otra operación distinta. De lo que se trata en realidad es de nivelar las cuentas del Estado acabando cuanto antes con el déficit de la deuda pública que unos administradores incompetentes, por decirlo de la manera más suave, han llevado hasta límites insostenibles.

El precio a pagar del paro gigantesco, el despido fácil, los sueldos mermados, la sanidad en trance de derribo y la educación al borde de la tumba es enorme. Pues bien, ¿para qué? ¿Para nivelar unas cuentas confusas y sujetas a unos mecanismos mercantiles que suponen un paraíso a beneficio de los especuladores? ¿Es ese el equivalente de la libertad que se nos ofrece ahora? Y si es así, ¿de qué libertad estamos hablando?

Tras agradecerle los servicios prestados, los británicos echaron, nada más ganada la guerra, a Churchill. Pero le levantaron una estatua. Me pregunto si quienes manejan los hilos de nuestras esperanzas de hoy creen que pasarán de la misma manera a la Historia. Porque deberían hacérselo mirar si dan un sí por respuesta.