Andan tan mal las cuentas del país que a los pobres gobernantes no les ha quedado otro remedio que ajustárselas a los trabajadores. El plan de ajuste (de cuentas) consiste básicamente en apretarle las tuercas, el cinturón y lo que haga falta a los asalariados que, al parecer, estaban arruinando a España con su detestable costumbre de trabajar poco y cobrar mucho. Nada que no pueda solucionarse.

El primero en tomar medidas fue el anterior Gobierno que, bajo el principio minimalista "menos es más", rebajó sueldos, congeló pensiones y agregó un par de años de propina a la edad de jubilación de los currantes. Tras ese aperitivo, ahora viene el plato fuerte que se está encargando de servir Mariano Rajoy, continuador del último Zapatero en estas tareas de poda con las que se pretende que retoñe el consumido árbol de la economía. Para ello, nada mejor que cercenar las molestas ramas de la legislación que entorpecían el despido e impedían a los empresarios bajarles el sueldo a sus empleados cuando les petase. Un par de tijeretazos por aquí y la guadaña de un real decreto por allá bastaron para solucionar por la vía rápida esos enojosos problemas.

Todo esto y lo anterior se ha hecho por el bien de la nación y de sus trabajadores, como es natural. El propósito de quienes mandan –ya sean de la banda de babor o la de estribor– consiste en evitar la quiebra de España y, en lo posible, reducir la cuantiosísima nómina de parados, aunque sea por el método un tanto incongruente de facilitar el despido de los pocos que aún trabajan.

Extraña un poco –si acaso– que el ajuste de cuentas se haya cargado casi en exclusiva sobre el lomo de los trabajadores, mientras se regaba con un chorro milmillonario de euros a los bancos que ninguna culpa tienen de la crisis. Prueba de ello es que se ha premiado espléndidamente a sus gestores por atiborrar de ladrillo indigerible los balances de las catedrales del dinero.

Más sorprendente resulta aún el hecho de que los políticos se hayan ahorrado a sí mismos los molestos efectos del ajuste. Se da así la paradoja de que los diputados del Pacto de Toledo aprueben la reducción de las futuras pagas de los jubilados y les aplacen la edad de retiro, a la vez que ellos mismos mantienen el privilegio de un plan privado de pensiones sufragado con fondos públicos. Y no solo eso.

Los padres de la Patria que van a convalidar el ajuste de cuentas y de cinturón a los trabajadores, disfrutan de un sueldo que duplica el salario medio español por efectuar un trabajo de esos que no suelen producir hernias. Por si ello no bastase, Hacienda los exime de tributar una parte de sus cuantiosos ingresos y el Estado –es decir: el contribuyente– se hace cargo de sus gastos de avión, de taxi y de comidas, además de proporcionarles un viático mensual de 1.800 euros a aquellos que no tengan casa en la Corte. Dadas estas sinecuras, ya casi resulta una anécdota que el Congreso les regale un kit compuesto de ordenador o pizarra electrónica Ipad –a escoger–, teléfono inteligente Iphone y línea ADSL gratis en casa para que puedan recibir en tiempo y forma las convocatorias de los plenos.

Tal vez la explicación resida en que, a diferencia de los restantes trabajadores, los políticos son patronos de sí mismos. Una grata circunstancia que permite al Congreso, los ayuntamientos, las diputaciones y las asambleas parlamentarias autonómicas fijar los sueldos de sus componentes en una negociación guiada por los principios de Juan Palomo: yo me lo guiso y yo me lo como.

Infelizmente, los demás asalariados que dependen de las decisiones de los políticos no pueden acogerse a la ventaja de ser, como ellos, patrón y empleado a la vez. Y ya se ha visto que son mucho más generosos consigo mismos que a la hora de legislar para los demás y ajustarle las cuentas al país en la espalda de los trabajadores. ¡Ay!

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